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martes, 31 de enero de 2012

Disquisiciones (VI): De prodigios y pródigos





Dicen muchos que gozamos de un inmejorable presente literario -sobre todo lírico-. Yo miro a todas partes y no veo en qué se fundamentan. No digo que no sea así; y si lo dijera sería -naturalmente- solo una opinión. Lo que afirmo es que Garcilaso vale más que todo el 27; Quevedo mucho más que el 98; a Góngora no lo superan las vanguardias. ¿Quién de los del Cincuenta se hombrea con Lope? ¿Qué “novísimo” es más nuevo que un poeta menor del Siglo de Oro? ¿Y quién de la “experiencia” tiene más que Manrique? ¿Alguien sabe de alguna novela española actual superior siquiera a las Ejemplares? ¿Qué teatro pudiera competir con Calderón? ¿Quién hay actualmente más nuevo que Shakespeare, Cervantes o Petrarca? Solo de Shakespeare puede decirse sin error que nada nos sobra de cuanto nos legó. Incluso, aunque el porcentaje de lectores nada asegura, ¿quién suma hoy más que alguno de los mencionados?

Hoy vivimos menos de realidades literarias recién nacidas que de auténticas mitologías. Es fácil equivocarse cuando la necesidad de encontrar lleva a confundir lo hallado con el verdadero hallazgo. Ocurre con demasiada frecuencia que quien desea estar al día deja de estar en su tiempo. Y así, el afán por conocer y airear lo coyuntural y novedoso ciega para ver lo nuevo por trascendido desde la tradición. Es la erudición de lo banal tratando de suplantar la cultura. Esta necesita de aquella, pero aquella pocas veces llega a esta si no olvida que es un simple testimoniazgo. Y lo peor de todo es que la escritura, cada vez más, es
solo literatura.


Un poema de Ángel Guinda (Antología, XIV)




TAL VEZ VOSOTROS SABÉIS


No sé, escucho himnos dentro de las lágrimas.
Tuve una casa con ventanas en el techo:
veía tiburones, cordilleras, trenes volar.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
No sé bien qué es la paz:
llegué tarde a la guerra.
La tempestad está tras la montaña,
sobrellevo el estruendo de su luz.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
Tiemblan mis pies
cuando retumba el eco del silencio,
no sé si las palabras tienen sangre.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
No sé por qué se tambalea el vértigo
cuando miro las cúpulas,
pero noto en mi pecho borboteos de petróleo.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
Mi país es un rompecabezas,
al más mínimo golpe se desvertebrará:
ya no tendré país.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
Desde el avión veía sobre el mar
manadas de elefantes petrificados,
dromedarios tendidos, sombras de cocodrilos:
me dijeron que eran islas griegas.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
Huyo, siempre huyo: acaso tras las puertas
que arrancan sus bisagras, sus cerrajas
y, a lomos de las llamas, corren irrefrenables
a traducir los ladridos del mar.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
La poesía debe ser extrema,
estampido de mundos, abrazo de la pólvora,
escardar las tinieblas con antorchas,
trepanación de asombro y ebriedad.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
Yo no sé qué preguntan al sol los limoneros.
Ignoro los secretos de las algas y de las medusas.
Tampoco sé si esto es un poema
o una pequeña galería de hormigas.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.

Ángel GUINDA
Del libro inédito Caja de Lava www.angelguinda.com

lunes, 30 de enero de 2012

Disquisiciones (V): Disfraces de la pluma



Cómo negar que hoy también hay obras señeras, si somos tantos millones de seres vivos y solo tres o cuatro centenas admiten no ser escritores.
Pero aceptemos que cuanto más progresa el hombre social más se aleja del hombre individual, que es el que crea, el que escribe. Si es cierto que hay grandes poetas, también lo es que la mayoría ha ido olvidando al hombre por el camino y suplantándolo con palabras y abalorios. No obstante, lo que debe quedar y queda, a pesar de endriagos mestureros, es la poesía humana, no la poética; la esencial, no la circunstancial: ni cotilleos, ni esteticismos, ni compromisos que no sean con el hombre sufriente que anhela renacer.
Esa es la causa de que del caudal de autores del Siglo de Oro, o del Romanticismo, permanezca una escasa nómina; y lo será de que la multitud de antologías desde el 27 hasta hoy se reduzca a una docena de poetas o a medio centenar de poemas.

Un poema de Pablo de la Rosa (Antología, XIII)


EL EQUILIBRIO DE LOS ASTROS



Luego de muchas vueltas en la cama
tratando en vano de abrazar el sueño;
desempolvando algún recuerdo triste
que me acompaña y me acompañará
hasta que la vejez me desconecte
de mi propio pasado; percibiendo
oscuramente algún dolor difuso
que empieza poco a poco a concretarse;
pensando todo lo que pudo ser
pero no pudo ser; atribuyendo
una admirable biografía a esa
mujer que me he cruzado por la calle;
oteando el futuro mientras doy
media vuelta a mi cuerpo en la parrilla
enojosa del lecho..., finalmente
me levanto aturdido. Todos duermen
en la casa. La noche es aún muy noche,
y yo subo despacio los peldaños
hacia el estudio. Sobre el suelo brilla
un gran charco de luz. Por la combada
claraboya del techo veo la luna
helada del invierno, que me lleva
hasta otro invierno gélido y remoto.
Mi padre entra en el cuarto y ya se inclina
sobre la cama para ver si duermo,
con el esmero de quien sostuviese
el frágil equilibrio de los astros.
Quizás musita una palabra, porque
un vaho se desprende de su boca.
Un momento después, cierra el postigo
por donde entra el claror que me desvela,
antes de retirarse hacia su noche.

                                                                  Pablo de la Rosa



domingo, 29 de enero de 2012

Madrigal en la noche (Antología, XII)



Schubert / Rachmaninov: Serenade (grabación histórica)


Por las calles desiertas va mi amor.
La acompaña el cadáver de la luna.
Ella no sabe en realidad cuánto la amo.
Y yo tampoco sé cuánto me quiere.
No sabe que en su cuerpo yo no encuentro
los surcos de la edad, sino las huellas
de todos los que fui y aún quiero ser;
no sabe que la amo como antes,
o quizá más que antes, pues resucito en ella.
En mis dedos perdura el tacto de su piel,
y en mis ojos su rostro de sonrisa doliente.
Mi cuerpo se estremece al recordar
el estremecimiento de su cuerpo.
Tal vez a ella le ocurrirá lo mismo.
Sin embargo, no cree mis palabras
ni yo creo las suyas. Quizá es que ya sabemos
que, aunque nos abracemos una vez y otra vez,
volverá el desamor inesperado,
la tristeza, el vacío y la desolación
en esta noche inmensa en que el amor no cabe.
Algo pasa en el mundo que lo hace inhabitable
para los corazones encendidos
y convierte sus llamas en ceniza.



Para escuchar el poema, pulsar 
S

Sobre el autor del blog (Autobiografismos, II)


La péñola parlante, IX


                Todos sabemos que el hombre más rico es el que tiene más amigos. Porque la amistad es fraternidad absoluta, mutua comprensión; impide la deslealtad, la traición, el comercio sentimental interesado que la sociedad ha establecido. Pero -decía Saint-Exupéry-, como no hay supermercados en los que comprar amigos, sólo podemos ganarlos mediante nuestras cualidades.
                Sin embargo, muchos consideran que los buenos amigos son aquellos que toleran incluso nuestros defectos y, además, que esa es la prueba definitiva para comprobar la verdadera amistad. Partiendo de esta premisa, pocos se esfuerzan en ser los mejores amigos de sus amigos; al contrario: exigen ser aceptados como son. No obstante, sólo damos lo que somos. ¿Y cuántos conseguimos convertirnos en amigos de nosotros mismos para darnos? Claro está que solamente nosotros tenemos derecho, y deber, de cambiarnos para entregar -y ofrecernos- lo mejor de nuestra personalidad; porque la amistad no consiste en esperar favores. El mejor amigo no es el que todos los meses nos presta unos euros para llegar a fin de mes, sino el que, afablemente, nos hace comprender que gastamos superfluamente: con lo primero -el préstamo- aumenta nuestros vicios, y con lo segundo -la amable apreciación- acrecienta nuestra mesura y responsabilidad.
                De un amigo se espera compañía, confidencias, comprensión; y hay que dar lo mismo. Es imposible tener amigos si, en vez de ofrecer nuestra amistad, pedimos complicidad. Somos responsables de nuestros amigos: perderlos es perdernos. Pedir pruebas de su amistad suele destruir esta. Léanse los capítulos XXXIII-XXXV de la Primera Parte de “El Quijote” -el relato conocido como “El curioso impertinente”- y se verá dónde puede conducir la amistad mal entendida.
                Sin embargo, la auténtica amistad es más duradera que el amor. Inexplicablemente, cuando el amor se acaba suele dejar rencor y hachas de guerra alzadas, puesto que la necesidad de exculparnos nos lleva a culpar al otro: si asumiéramos nuestros errores racionalmente, no nos equivocaríamos emocionalmente y no surgiría el rencor. Pero el amor inventa dioses, idolatra, es enardecimiento, pasión desenfrenada. Amamos mientras nos hechizan las cualidades de la otra persona. La amistad, en cambio, reconoce hombres y mujeres; honra personas; nos permite aceptar las limitaciones -no las contumacias- ajenas. La amistad respeta: es razón, confianza, solidaridad. La amistad concede lo que el amor exige: fidelidad. El amor impide conocer verdaderamente a la persona amada; conocimiento que sólo se produce cuando desaparece la idolatría y se ve ante sí a un ser de carne y hueso, no de sueño y magia. El amor sería maravilloso si, cuando termina el enamoramiento, pudiera continuarse como amistad. Por eso una amistad duradera que acaba en amor suele tener un largo futuro.
                Es doloroso, pero inevitable, pensar que, según las pautas de la conducta humana, Romeo y Julieta, emblemas de los enamorados “hasta que la muerte los separe”, pasados unos años de apasionado idilio, hubiesen terminado piropeándose insultos y deseándose la muerte. En cambio, nadie duda de que Aquiles y Patroclo, los héroes de “La Ilíada”, hubieran dado sus vidas, el uno por el otro, en cualquier momento de sus vidas. 
                Contemple el lector la “Carta de amor”, de Fragonard: el embrujado rostro de la joven -al leer que sienten por ella lo que necesita hacer sentir- nos hechiza con su azoramiento; pero también nos dice, tristemente, que esa ensoñación, capaz de transformar -sin causa- en héroe al enamorado escritor de la misiva, contiene la probable posibilidad de convertir en monstruo a quien ahora idolatra. ¿Seguirá amando, o bien odiando, cuando se marchiten las palabras de la carta? ¿Convertirá su amor en amistad? Esto último sería lo razonable: tras unos años de fusión sentimental, no una intolerante confusión emocional, sino una razonable tolerancia y comprensión basadas en el mutuo conocimiento. Pero el amor propio ha matado muchos amores y herido, o impedido, muchas amistades.
                Ni defiendo ni ofendo, porque es imposible vivir sin amor y sin amistad; y lo ideal sería satisfacer ambas necesidades en la misma persona. Pero constato, por ejemplo, que Orson Welles destruyó el mito cinematográfico de Rita Hayworht en “La dama de Sanghay”, cuando dejó de amarla. Y que Berlioz, queriendo agasajar a su amada, le dedicó la tan tempestuosa como tierna y burlesca “Sinfonía Fantástica”, reflejo de sus relaciones. En cambio, Liszt, deseando honrar la amistad de Berlioz, le envió la grandiosa “Sinfonía Fausto”. El lector oyente puede comparar el equilibrio de los resultados auscultando sus reacciones mientras escucha.

sábado, 28 de enero de 2012

Un poema de Eduardo Lastres (Antología, XI)


                                http://eduardolastres.com/inicio.html



El cielo tristemente se va de vacaciones
cada vez que quiero verte inundada de sol
y de agua y de sonrisas.
Qué bello ese aliento de ola
surcando las arenas
que lamen tu recuerdo. Qué silenciosa la noche
tan cargada de ti, tan solitaria,
que no recuerdo ya el sabor del aire
que respirabas, incluso, si morías
de amor en el tejido de tus cabellos,
ligeramente negros.

Conócete leyendo



En el antiguo templo de Delfos figuraba la célebre inscripción “Conócete a ti mismo”, máxima que podemos considerar causa del bienestar o malestar del hombre según sea, o no, cumplida. Difícil es conocerse. Pero basta abrir el libro adecuado para reconocernos y evitar cuanto nos perjudica mientras acrecentamos lo que nos beneficia. Porque un libro es una radiografía íntima o social en la que, quitado lo circunstancial, podemos identificarnos en lo esencial.
Quien crea que la lectura es innecesaria, lea la ficción de Bradbury “Farenheit 451” y conocerá dónde quedan los derechos del hombre si desaparecen los libros. Por el contrario, el poder seductor de la palabra se hace evidente en “Cyrano de Beryerac”, de Rostand. Quien se mantenga íntegro acuda a “Soy leyenda”, de Matheson, para comprender por qué el mundo llama anormalidad a su integridad. Aquel que desee contagiarse de una percepción vitalista de la existencia acójase a los “Ensayos” de Emerson. La feminista malcasada hará bien en analizar la heroica -y egoísta- decisión final de “Casa de Muñecas”, de Ibsen, y compararla con la crisis de “La señorita Julia”, de Strindberg, y con el altruismo sentimental de “Jane Eyre”, de C. Bronte. La maltratada observará su horror reflejado en “Almacén de antigüedades”, de Dickens (especialmente, en el capítulo IV). Póngase a prueba el creyente adentrándose en la “Vida de Jesús”, de Renán. Mucho aprenderemos sobre nuestros idealismos sociales, y sus derrumbamientos, con “La madre”, de Gorki, y “1984”, de Orwell, así como con su popular “Rebelión en la granja”. Controle sus celos el celoso advertido por el “Otelo” de Shakespeare y por el protagonista de “El túnel”, de Sábato...
No sólo sirven los libros -y las otras artes- para conocernos, sino que nos previenen sobre las personas que se parecen a sus personajes, para esquivarlas o ayudarlas. Miremos la caricatura del avaro en el mismo título de Moliére, su rostro en la “Eugenia Grandet” de Balzac, y su castigo en “El mercader de Venecia” chespiriano. Observe sus miserias el ludópata en “El jugador”, de Dostoieski. El trepador social de guante blanco delata sus sutilezas en “Bel Ami”, de Maupassant, o “Rojo y negro”, de Stendhal. Para reconocer al político bastará mirar el cuadro de Chirico “El político melancólico”. Quien considere que la violencia es un remedio, vea los respectivos cuadros de Rousseau y Chagall titulados “La guerra”, y repase el Guernica, de Picasso. Pero el que quiera poner música a la paz, tanto en su corazón como en el mundo, sosiegue su espíritu escuchando, por ejemplo, las “Canciones sin palabras”, de Mendelsohn, o la “Música callada” de Mompou.
            Hay tantas páginas, partituras y lienzos como matices de cuantas emociones puedan concebirse; porque no en vano somos herederos de una humanidad generosa, preocupada por sí misma y por sus descendientes. La humanidad ha sido autodidacta; pero ha sabido dejar un maestro para cada hombre. ¿Y quién rechazaría la herencia más fructífera?


viernes, 27 de enero de 2012

Un poema de José Luis García Martín (Antología, X)



ELOGIO DE LA NADA


El viento llega y lleva lo que siento
en esta claridad de noche cierta
hasta un alto castillo cuya puerta
guarda un dragón que llaman pensamiento.


Quiero entender mi incierto entendimiento,
cerrar la noche que ha quedado abierta
y abrir los ojos a la vida muerta
mientras el viento pasa y paso lento.


Donde toda mi vida está escondida
y cerrada también cualquier herida
y la sombra con sombra se encadena,


todo es de pronto luz y mar abierto,
todo es verdad y amor y nada es cierto.
Pero esa nada azul el alma llena.

                                         JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN


Disquisiciones (IV): Pruebas de imprenta


Pruebas de imprenta


Hay autores que dan  lo mejor de sí en su juventud y otros que lo hacen en la madurez. La genialidad es, sin duda, genética, pero también es fruto de la ingeniería emocional e intelectual que da la experiencia. No sabemos qué habría sido de Schubert, Rimbaud o Van Gogh si hubieran cumplido cinco décadas. Sabemos que Wagner, Goethe y Rembrandt crecieron con los años, cuando a su capacidad natural se sumó la sabiduría experiencial. Sabemos que (Hemingway:) el mejor consejero de la pluma es la papelera, como demuestran los más de 200 borradores de algunos poemas de Dylan Thomas y las tachaduras de Pound en “La tierra baldía” de Eliot. Sabemos que el hombre no es ningún dios, sino que se diviniza porque a veces su sobrehumano esfuerzo le lleva a convertir en cielos sus infiernos.

jueves, 26 de enero de 2012

Un poema de Miguel Heredia


Chopin / Rubinstein: Estudio op 25, nº 1


Amistad


Acosado en mitad de la existencia 
por la espada de la mortalidad,
persigue el corazón una deidad
que apacigüe el dolor de la conciencia.


Desengañado, el hombre ve en la ciencia
otro dios que mitigue su orfandad.
Mas, prisionero de su soledad,
mira a la muerte al fin con indolencia.


Ha buscado en los cielos y en la tierra,
pero no entre los hombres; ha olvidado
el sentimiento de fraternidad.


Solo encuentra la paz en tanta guerra
-la cósmica acechanza, el sino airado-
aquel que se refugia en la amistad.

                             (De Ripios y ruinas), inédito).
                             Ir a

Un poema de Miguel Heredia (Antología, CXV. Segunda Serie)

Ante el futuro (La péñola parlante, VIII)



¿Qué hacer para que el tiempo sea nuestro aliado y no nuestro enemigo?


Vivimos arrastrando el pasado o motivados por él. Somos lo que hemos hecho de nosotros, con ayuda de los demás o a pesar de sus influencias. Y por la misma razón podemos moldearnos -mejorarnos- para apreciar cabalmente la vida y disfrutarla en vez de sufrirla. Si somos hijos del pasado, también somos padres del futuro. Porque el futuro empieza en el pasado, y será según lo fecundásemos ayer y según lo cultivemos hoy. La Naturaleza no es democrática, sino expansiva. Los árboles no eligen; ni la lluvia, ni el pájaro; para ellos todo es consecuencia de una genética cósmica, inexorable y determinante. Pero el hombre puede ordenar sus impulsos, razonar su evolución, prevenir el mañana con su conocimiento del ayer.


 Uno de los atributos que permiten al hombre ser dichoso es el olvido; sin embargo, olvidamos con facilidad los buenos momentos, y difícilmente los malos; y son estos los que nos determinan y escriben el porvenir. Pero no hay mejor destino que el que la voluntad puede trazarnos; así que debemos olvidar después de haber aprendido del recuerdo; y hacer que el tiempo venidero sea obra de nuestra ingeniería emocional. Cada vivencia es un voto que tenemos en cuenta a la hora de tomar decisiones. Es decir: que lo que llamamos experiencia es la síntesis del aprendizaje del pasado, que nos enseña a construir un futuro mejor. Por eso hay que vivir intensamente, y responsablemente; y por eso el tiempo se detiene para aquel que ha aprendido a gozar el instante. Como en el “Bolero” de Ravel, cada momento debe ser una intensificación del anterior para alcanzar un logro.


Tanto el manriqueño “cualquier tiempo pasado fue mejor” como el “siempre nos quedará parís”, del Humphrey Bogart de “Casablanca”, suponen una visión pesimista de la existencia. Porque el presente es la suma emocional de cuanto hemos vivido y la proyección intelectual de lo que viviremos. Y si recogemos sólo el dolor de ayer, o su nostalgia, no estamos cultivando alegría para el mañana. Ahora bien: igual que en “La persistencia de la memoria”, de Dalí, los recuerdos se derriten y diluyen: se emborronan y nos muestran una vida solo semejante a la que vivimos, no idéntica; dejan de ser espejo de lo que ocurrió y nos presentan otra realidad; transformación esta que puede enajenarnos si no sabemos leer con transparencia los paisajes del tiempo.


 Lo cierto es que todo cuanto existe está sujeto a cambio. La primavera sucede al invierno; la juventud, a la adolescencia; los frutos a las semillas. Todo se transforma, y no siempre para nuestro bien. No podemos evitar las transformaciones físicas de la Naturaleza; pero sí sus repercusiones en nuestra sensibilidad -en nuestra identidad-. Ante esos cambios naturales, que implican transformaciones morales –porque todo lo nuevo entraña miedos y exige la incómoda autocrítica de revisar nuestros principios y conductas-, hay esencialmente dos actitudes: la de quienes temen y la de quienes buscan. La Historia es una lucha, más que un diálogo, entre esos dos criterios -el lector encontrará un buen ejemplo en “Hacedor de estrellas”, de Stapleton-. El progreso se alimenta de la tradición, no de su traición; porque somos evolución, regeneración, invención responsable: de manera que hay que hacer compatible lo nuevo con lo antiguo, desechando lo novedoso y lo caduco. Y tejer con esos hilos de Ariadna sueños realizables.


No hay peor enfermedad que carecer de ilusiones: quien no tiene ilusiones, o no trabaja para hallarlas, está muerto. Hay que abrirse a las nuevas perspectivas que nos ofrece el progreso y beneficiarnos de ellas procurando que la tecnología no entierre los humanismos, de modo que el mundo no sólo sea mejor para los que estaban bien y peor para quienes estaban mal. Porque si es verdad que todo lo que adelanta la ciencia no es un progreso para la conciencia, tampoco es falso que el miedo a avanzar implica un retroceso. Y porque una cosa es cierta: el futuro no está en el confort, sino en el bienestar del corazón.
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Utopías (Laconismos, XV)

miércoles, 25 de enero de 2012

Un poema de Luis Alberto de Cuenca (Antología, IX)



MATILDE URBACH

Dios que vives y reinas en el cielo,
que manejas el rayo y, a la vez,
la piedad infinita, presta ayuda
a mi amigo, pues desde que se hizo
de noche no lo he visto y ya muy pronto
se hará de día.
                             Buen amigo, álzate
suavemente del lecho, pues la estrella
que anuncia el día asoma por oriente.
Te lo digo cantando, como el pájaro
que va en busca del día por el bosque.
Una y mil veces te lo digo: tengo
miedo de que el celoso te sorprenda.
Desde que te dejé, no ha transcurrido
un solo instante sin que, de rodillas,
haya rogado al Dios de mis mayores
que vuelvas sano y salvo, pues se acerca,
irremediablemente, la mañana.
— No insistas, compañero. Con Matilde
Urbach desfalleciendo entre mis brazos,
no me importan ni Borges, ni Giraut
de Bornelh, ni esas luces implacables
con que se anuncia el alba de mi muerte.
                       LUIS ALBERTO DE CUENCA
                                Madrid, 31 de julio de 2011


Disquisiciones (III): Batallas de la pluma



Ley de vida es sobrevivir.  Y para ello, tristemente, hay que matar. Es lo que ocurre en la jungla, en las guerras, en la sociedad de los negocios... y en el arte. Por ejemplo, en la literatura.

El escritor que vive de su escritura necesita matar a quienes le roban público. Incluso el autor que escribe por autoafirmación y desprecia a sus coetáneos porque aspira a ser imperecedero se rige, consciente o involuntariamente, por ese instinto de supervivencia que obliga a ser el más fuerte y conlleva la destrucción de los otros. La pluma es una espada. Llamémosle a su batalla darwinismo artístico.

Pero el que queda vivo tras el tiempo es porque mata con su vida, esforzándose en hacerla crecer hasta invadir la vida del lector de cualquier época, renaciéndose en él, en él transfigurándose, reencarnándose. Si es así, lástima que no haya más asesinatos de esta índole. Porque en las estanterías suele haber demasiados asesinos que matan con malas artes.

martes, 24 de enero de 2012

Un poema de Ana Rodríguez de la Robla (Antología, VIII)


Mozart: La ci darem la mano


REBELIÓN


En el principio de todo fue el trueque.
El metal acuñado no existía,
la moneda no guiaba la vida
de los hombres, el precio
y el valor eran una misma cosa.
La Bolsa no caía.
Después todo cambió; corrieron siglos.
El mundo se hizo carne
y no quiso habitar entre nosotros.
Todo cambió. Mejor no recordar,
no saber, no sentir, no amar a nadie.
Ceder. Acomodarse
al tono de la cítara maldita.
Morir. The rest is silence.
Pero un día pasaste por mi puerta
con tus labios sembrados de latines
y unas flores prestadas en la mano.
Habían corrido siglos.
Pensé cómo pagar por esa imagen.
Cómo pagar para no ser culpable
de la dicha: así lo exige el rito
del pecado original, ser extranjero,
la férula del padre bondadoso.
Sin saberlo me hablaste
de delirios numéricos, de aves
que en el cálamo insomne de un vigía
surcaban los oídos de la noche.
Habían corrido siglos.
Me miraste con tus ojos de otoño;
te miré con el pelo retirado
de la frente que quiso ser Bizancio.
La dignidad conoce extrañas sendas.
Un beso de cantero
puede encender la piedra y las estrellas
de la Vía Láctea.
Lengua encendida. Sero te cognovi.
Una mujer leyendo en una cama
es un río, un telar, una tormenta,
una rosa prendida del vacío.
Tal vez pensaste ser su primer hombre
cuando escribías; ella
ser el punto final de aquella historia.
Algo le dijiste, algo te dije.
Algo me dijiste, algo te dijo.
Habían corrido siglos
La ceniza del tiempo que no ha sido
guarda el acre sabor de la victoria.
Con sus lágrimas Dowland recorría
l'ardant amour en flor de Crécquillon:
dulce banda sonora del desastre.
Quién añora el perdido Paraíso.
Un hombre vino a mí desde los mares.
Por todo pago amor entre las manos.
Habían corrido siglos.
La ceniza del tiempo detenido
evoca en su caer la rebelión.