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sábado, 4 de febrero de 2012

Disquisiciones (X): Excomulgar la elegía





Anque envueltos en el fatalismo, de nada nos sirve el llanto y de mucho la resilencia. De ahí que haya que esforzarse en transformar en himno vitalista la trágica elegía de la experiencia, puesto que siempre la vida empuja hacia la muerte. ¿Qué sería de nosotros si no nos aferrásemos a la contemplación de un afecto, o una divinidad por muy falsa que sea, al amor, al arte… Seamos contumaces en la alegría, no en la tristeza. Recuperemos las palabras de Novalis en los Himnos: “¿Qué ser que vive, piensa y siente no ama, sobre todas las maravillas, la luz…”. Creo que eso es lo que han hecho algunos grandes hombres. Beethoven, cansado de luchar contra el suicidio, anotó un día “A la alegría por el dolor” (fuente oculta del soneto de José Hierro). Compuso  una “Fantasía coral para piano y orquesta”, y durante 20 años estuvo buscando con el mismo tema de aquella un himno gigantesco y cósmico, un opus que lo redimiese: finalmente edificó La Novena, la acrópolis de la música. Y Shelley escribió por las mismas fechas: “la canción más dulce nace de la tristeza”. La pintura de Miguel Ángel, los pentagramas de Wagner, las palabras de Emerson … hacen que el hombre se eleve por encima de sus penurias y agonías y las trascienda hasta alzarse sobre el dolor -incluso burlen la muerte-. Son conceptos que se oponen al “dulce lamentar” garcilasiano: por mucho que lo amemos, su oxímoron es una aberración de los sentidos, cuyo placer estético solo se explica por una tradición judeocristiana flagelatoria e inquisitiva; de ello dan cuenta la “tristeza, pues tú eres mía, / déjame que yo sea tuyo” de Boscán, el Góngora de “En llorar conviertan / mis ojos, de hoy más / el sabroso oficio / del dulce mirar”, el tremendista “daremos lo no venido / por pasado” de Manrique... toda la tradición, como digo, que reclama el sufrimiento masoquista como óbolo para cruzar hasta la dicha de ultratumba. Hay que desterrar la elegía compulsiva y buscar el himno. Y no solo esperando, como A. Machado en “A un olmo seco”, que la naturaleza nos ayude, sino esforzando nuestra naturaleza humana. Es verdad, o me lo parece, que solo desde una consideración voluntarista es posible aceptar la totalidad de las “Odas elementales” de Neruda: sin duda su escritura obedece a un afán de no bañarnos en la sangre de la herida, sino de regar con el agua que contiene toda sangre. Y por ahí es por donde hay que empezar: afirmando serenamente la hibrys de la vida en vez de revolcarnos en el lodazal de la muerte o en la injuria al Artífice Absoluto que nos hace nacer para morir. De ningún modo estoy invocando el carpe diem, tan satisfactorio y tan beleño, es cierto, pero que implica el desentendimiento del devenir y el olvido de la entropía vivencial, sino el esfuerzo por ejercitar la siembra de la savia que hay, a pesar de todo, en todo instante de vida, doliente o tortuosa. Propongo esta divisa: “lucho para ser digno de mis sueños”.