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sábado, 31 de marzo de 2012

De la consolación por la escritura (Aulario sentimental, III)


Schumann / Stokowski: Symphony No. 2,  "Adagio" 


De muchas cosas nos descansa o libera la escritura -la pintura, la música-. La carne metafísica y doliente de la que está hecho el hombre se sosiega reconociéndose, confesándose a sí misma. Escribir es indagar en los misterios de la existencia, enumerar las dichas y desdichas -los anhelos y desengaños- del vivir. Constatación y, por eso, dolor; conocimiento y, por ello, sosiego: puesto que a la razón le repugna lo incomprendido.

Rubén Darío expone, en el conocido poema “Yo soy aquel que ayer no más decía”, esa virtud consoladora de las artes: 

fue el dulce y tierno
corazón mío henchido de amargura
por el mundo, la carne y el infierno.
Mas, por gracia de Dios, en mi conciencia
el bien supo elegir la mejor parte;
y si hubo áspera hiel en mi existencia,
melificó toda acritud el Arte.

Byron dice que escribía para pasar las horas con menos tristeza. Y anota José Martí:

¿Qué importa que este dolor
seque el mar y nuble el cielo?
El verso, dulce consuelo,
nace alado del dolor.

Blas de Otero se consuela así:

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra (“En el principio”).

Ildefonso Manuel Gil escribe en “Ahora”:

Ahora (...)
aprendo que mi alma es la alondra cautiva
que ciegamente quiere liberarse en mi canto.

Y Carlos Bousoño:

A esta casa de incertidumbre que llamamos poema...
viniste a vivir tú
para ser más (“Llegada a la ambigüedad.- El poema”).

 Francisco Pino, en “Un paseo con mi hijo”, ostenta la escritura como salvaguardia de la memoria, de lo que somos:

Porque
nunca más sentiré este pasado
(...) 
me he venido a escribir.
(...)
Porque
se irá esta dicha
me he venido a escribir.

   ¿Por qué escribe el admirable Robinson Crusoe un diario? ¿Por qué dice el viajero del tiempo (Wells: "La máquina del tiempo", 2) necesito contar la historia, solo entonces dormiré, sino para tomar conciencia de su identidad, ordenar y sosegar, con ello, su insólita experiencia –como Crusoe? Y Paul Auster ("La habitación cerrada", 3): sé que escribir es la única posibilidad que tengo de salvarme. Porque, por ejemplo, conocido es el poder curativo que la escritura de "Werther" ejerció sobre su autor. Aunque tal vez sea Dostoieski el máximo exponente de ese desvío del dolor suicida al plano literario. ¿No escribe Juan Pablo Castel sus memorias para purgar su corazón o, más exactamente, el corazón de Ernesto Sábato?

     De repente, como, si agotado el azar, estuviese esperándome, encuentro en una entrevista de un periódico atrasado esta afirmación de A. Muñoz Molina: Escribir sobre uno mismo es difícil, pero tiene un efecto benéfico. Tal vez por tal motivo afirma Vigny de La Musa: un dulce nombre me pusieron: Consoladora (“La noche de octubre”). No es extraño que tanto Góngora como Quevedo se refugiaran en los libros (Con pocos libros libres...; Retirado en la paz de estos desiertos...). Ni que Rebecca West se pregunte, tras leer a Shakespeare: ¿Qué emoción es esta que siento? ¿Qué relación tienen que ver con mi vida las grandes obras de arte que me hacen sentir tan feliz?

   En fin: bien claro lo expone José Hernández al comienzo de "Martín Fierro":

Aquí me pongo a cantar
al compás de la vihuela,
que al hombre que lo desvela
una pena extraordinaria,
como el ave solitaria,
con el cantar se consuela.

Cierto que él acude tanto a la música como a la palabra, utilizando el placer de aquella para consolar las penas que refiere esta. Por el contrario, la inefabilidad es una falta de identidad: por eso se lamenta Lamartine:

Mi pensamiento entra absorto en el infinito;
y allí, rey del espacio y de la eternidad,
(...)
recorre la existencia y concibe la esencia.
Mas, cuando quiero pintar lo que siento,
mi voz expira... (“Dios”). 


  Que compartir lo que sentimos nos descansa, desahoga y alienta lo demuestra el simple y cotidiano hecho del cotilleo banal, del trasiego sentimentaloide, de la seudo información de nuestros aconteceres, tan trivial como necesaria para limpiar los afectos y conflictos. Ese diálogo puede ser tan detestable como imprescindible: porque libera del soliloquio existencial: el molino del cerebro necesita moler continuamente, y rumia lo ajeno o lo propio con independencia del daño que produzca.

  Ya en "El libro de la almohada", título significativo de Sei Shonagon -coetánea de Musaraki Shikibu-, leemos: Cosa corriente es escribir cartas; pero qué cosa tan magnífica... Es un gran consuelo haber expresado nuestros sentimientos en una carta... incluso sabiendo que aún no ha llegado a su destinatario. Y Plinio el Joven escribió: Vuelvo indignado... y me pongo a escribirte de inmediato, ya que no te lo puedo contar de viva voz.

  Por lo tanto: si no escribimos pensando en otro, sí lo hacemos sintiéndonos otro, un “otro” nuestro o ajeno que nos comprende y que nos reconoce, que confirma nuestra identidad. La tradicional carta, el teléfono o el email son muestras de la curación de nuestros conflictos mediante la autodelación en otro. Por eso Carlos Sahagún se detiene en su autoconfidencia considerándola absurda si no hay quien la comparta:


Pero / ¿me escuchas, me comprendes, vas conmigo?                       (“Renuncio a morir”),

dice; y también:



Nada tiene sentido en soledad.

    Quuizá por este motivo sea la forma epistolar uno de los recursos más frecuentes: aunque nos escribimos a nosotros mismos, el “yo” al que nos dirigimos adquiere la apariencia de un “tú” o un “él”: Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería... (A. Machado); “Un sueño soñaba anoche...” (romance de "El enamorado y la muerte"). 

  Estudia para alcanzar el sosiego, se lee en una vidriera cerca de la Catedral de Winchester. Es decir: el aprendizaje -la sabiduría- da la paz. Aprendemos leyendo: pero no podríamos acercarnos a la sabiduría y acariciar la paz si no existiera quien escribe sus aprendizajes, sus sosiegos.

  No es exclusiva del lenguaje verbal esta pulsión. No creo que Van Gogh tuviese otro motivo para pintar que esa necesidad: ama su arte porque es la única identidad que puede darle un rostro: y al no encontrarlo busca la muerte. ¿Y por qué abandona Gauguin cuanto confor le rodeaba sino por lo mismo? ¿No encontró Lautrec en sus dibujos el movimiento que no podía practicar su cuerpo? Y así tantos otros que se enfrentaron a adversidades para seguir su camino literario, pictórico, musical... 

      Y sobre el confesionalismo autobiográfico: si es cierto que Mozart fue el primero en poner el corazón dentro del pentagrama y sobre el teclado, no lo es menos que K. F. E. Bach ya había adelantado que se debe componer con el alma, no como un pájaro amaestrado; por eso, según su amigo, el crítico Schubart, sus obras son el desahogo de un corazón (algo que incluso un escritor que tanto me disgusta, como Cela, repite, sin declararlo, al frente de "Oficio de tinieblas, 5", título de raíz musical: Naturalmente, esto no es una novela, sino la purga de mi corazón). Tchaikosky, sobre su patética sinfonía Nº 6, decía: la veo claramente en mi cabeza... siento felicidad al poder trabajar todavía... he puesto en ella tanto de mí. Abandonó Vivaldi el altar para escribir las notas que le rondaban durante una misa. ¿No demuestra ese arrebato que la música ya era una divinidad superior a Dios y que la religión del arte iba imponiéndose? ¿Por qué esa adoración sino por su poder identificativo y curativo? Escribe Wagner: Creo en Dios, en Mozart, en Beethoven..., creo que quien ha gozado una vez los sublimes placeres del arte se entrega a él para siempre....  Sin duda: escribir nos prolonga, nos descubre, nos acerca a ese que queremos ser.  

  Tal vez esa tradición, aunque no conociera entonces todos sus arbotantes, actuó sobre mí -porque somos hijos del arte- cuando se me cayeron de las manos estos versos, en los que se dan cita cuantas trincheras, consolaciones y bellezas pueden producir las creaciones del hombre:





El secreto

Para A. L. Prieto de Paula



Cuando sientas que el mundo te derrota

no intentes combatirlo.
Edifica un castillo en tu interior
y cuelga terciopelos y templanza
en sus muros. Dispón un fuego manso
junto a la mesa de la biblioteca.
         Mira el cielo brillar entre las llamas
y los libros. Embriágate de luz
en la frágil belleza de los cuadros.
Escucha el clavecín mientras tu pluma
persigue en la escritura algún sosiego.


Antonio Mª Esquivel: Los poetas contemporáneos


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Y el hombre se hizo verbo (I): JRJ


Dos poemas en voz del autor


viernes, 30 de marzo de 2012

Laconismos (VII): La cultura

Jack Arnold: Creature from the Black Lagoon




La cultura es un derecho que todos tenemos y pocos ejercitamos como un deber. Ese es nuestro mayor mal: pues la ignoracia es causa de todos los otros males y monstruo de todas las criaturas.


Goya: Saturno devorando a su hijo


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jueves, 29 de marzo de 2012

Dánae




Dánae





Mística, lujuriosa, y extasiada
en la contemplación del oro ardiente,
delirios bebe Dánae, que siente
sobre su piel la lluvia eyaculada.



Siente mil veces que una roja espada,
presa de una pasión incandescente,
atraviesa su carne transparente
y, al hacerlo, también el orbe horada.



Vorágines de esperma y de ceniza
sacuden sus entrañas, mientras suena
la furia de un celeste cataclismo.


Un resplandor el cosmos fertiliza
con músicas y estrellas: y se ordena
todo según la ley del erotismo.






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miércoles, 28 de marzo de 2012

Un poema de José Mateos (Antología, LIII)


Stravinsky / Abbado: L'Oiseau du feu), Tokyo, 14 October 1994




NIEBLA EN EL JARDÍN DE OTRO
            A José Antonio Muñoz Rojas, en la memoria.
Marcado estoy a fuego, condenado
a decirte, a decir de ti tan sólo
los signos que derramas en tu huída
(ese árbol blanco que, a primera hora,
miré en la niebla del jardín de otro
y esa ventana sobre el emparrado…),
Poder que me escogiste desde niño,
no sé por qué necesidad oscura,
no sé con qué propósito de darte
sin darte nunca a conocer, sin nunca
darte luego del todo, para siempre
volver a darte.
                            Larga sombra, niebla
por el jardín, que encarna en lo que existe
sin coincidir con nada exactamente
de lo que existe. (Y que ese árbol blanco,
esta mañana en el jardín del otro,
volvió a llamar –qué extraño- por mi nombre).

© José Mateos





Cosmoagonías (Libros recibidos, V)


Ligeti: Lux aeterna



Recibo un paquete de Huerga y Fierro. Libros, sin duda. ¿De quién serán? Desde mi último acuse de recibo y comentario nadie ha vuelto a enviarme ni una página. El misterio se desvela: son algunos ejemplares de mi recién impreso título La muerte universal (Cosmoagonías).


No leo mis libros una vez publicados: ya los conozco; y solo los escribí para liberarme, descubrirme, identificarme, saber cuál es mi nombre íntimo. Una vez desenmascarado el fragmento de identidad, qué menos que dignificarlo tratando de eliminar lo que se le escapó a la pluma parlanchina. Hecho esto, releídas de mala gana las galeradas, y asumido que tampoco he conseguido librarme del que soy ni ser aquel que quise ser, para qué volver sobre ellos. Cuando pasan años, sí: para tachar o alterar en la antología presunta, alejarme más del que ya fui, acercarme al que anhelé.


Así que aquí doy noticia de su existencia para el lector voraz de desencantos. Yo sé que en este título se ha interrumpido mi viaje "hacia la luz". Si el libro así titulado fue una inflexión redentora, este lo es hacia el abismo de mis primeros textos. Me creí libre de la pluma funeral: pero ha regresado el tánatos a defenestrar el eros. Persiguiendo el himno, he vuelto a la elegía; o a la constatación de su poder y de que el mundo da más causas para ella que para las odas. Y no quiero asistir a mis propias exequias.







Libros recibidos (III): Santiago Montobbio




¿Qué puede deducirse de quien ha escrito 438 poemas en cuatro semanas?

Tras 20 años sin publicar libros de lírica, Santiago Montobbio, que ya apareció en estas páginas con el rostro de un poema, recoge en La poesía es un fondo de agua marina un caudaloso muestrario de su última producción.

Tanta fecundidad y fluencia parece exigir la expresión de los mecanismos de la mente, su obsesión laberíntica errante por unos túneles que desembocan o nacen en la preocupación por el poema y el arte, síntesis, órbita y gravitación de una vida.

La impresión, tras leer los primeros 15 ó 20 textos, es la de estar ante una anotación continua y desenfrenada, como un material de trabajo con el que construir el gran poema. Y el autor no lo oculta, sino que es consciente de ello: véase, por ejemplo, el texto que empieza "El silencio abraza más que las palabras".

Dietario síquico, desbocamiento, confesionalismo emocional y reflexivo. La escritura como testimonio de la sustitución de la vida por el poema: "tengo que vivir o que decirme" (p. 19). La escritura, que vampiriza la existencia: "yo solo quiero que me dejen en paz, / y poder escribir" (p. 252). Fragmentos de identidad, en fin: otro homo sapiens convertido en homo scriptor.

Cuando yo tenía 12 años escribía un diario en el que anotaba simplemente la hora, dónde estaba y qué hacía: como si de ese modo pudiera detener el tiempo o volver a él más tarde. El poema es también eso: la recuperación, la resurrección. Porque "al final todo tiene la forma de un recuerdo" (p. 277).

He aquí un conjunto de reflexiones en las que se reconoce todo aquel que no puede evitar escribir para identificarse.


(Para futuras reediciones: erratas en páginas 89, 94...)


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martes, 27 de marzo de 2012

Triunfar de la desdicha (La péñola parlante, (X)

Barber: Adagio

                       
            Reconozcámoslo: cuando el hombre se queda solo demasiado tiempo consigo mismo no se soporta; no estamos preparados para convivir con nuestro propio yo y huimos hacia los demás, que son tan frágiles como nosotros. Pero nuestras conversaciones sociales son mecánicas y frívolas; nuestro ocio no es estimulante, sino ocioso; nuestras diversiones nos aburren. No nos han enseñado a disfrutar de los momentos de íntimidad: la paz que irradia de un buen cuadro, una buena música, un buen libro. Nos hemos aislado en una isla que no pasa de ser una desalentadora confortabilidad -aunque la llamemos felicidad-; y salimos de ella para visitar a los habitantes de otras islas tan aisladas como la nuestra. Y eso no nos basta.
            Hemos olvidado por el camino, a fuerza de no usarlas, las facultades que poseemos; y nos ha invadido la fragilidad, la inanición, la monotonía. Sin embargo, ese vigor permanece en nuestra mente y solo es necesario hacerlo emerger como si fuese un barco que naufragó porque lo abandonamos.
            En primer lugar, yo me acostumbraría a contemplar algunos cuadros relajantes, fáciles de hallar, a falta de museos próximos, en las pinacotecas impresas que hay en las librerías. Mientras tanto, para disciplinar mi mente y ampliar mi sensibilidad, me esforzaría en escuchar, por ejemplo, la “Ofrenda musical” de Bach, una música convenientemente aséptica al principio y que acaba enamorando el corazón y el intelecto por su equilibrio entre inteligencia y sentimiento puro; después me fortalecería con la "Tetralogía" de Wagner. Leería la “Oda a la alegría”, de Neruda, simplemente para reconocer que mi desdicha no es irreversible, y, luego, el poema “Masa”, de César Vallejo, que siempre me injerta una sublime solidaridad. Templado así, escogería un libro fácil y absorbente, correctamente escrito, de esos que impulsan a seguir leyendo a pesar de la hora de la comida o de la cena; por ejemplo, “El misterio del cuarto amarillo”, de Gaston Leroux. 
            Ahora bien: quien quiera reconocer la majestad interior del ser humano debe acudir a otro título clásico. Si yo hubiese de salvar un solo libro, o hubiera de llevarme solo uno a una isla desierta, lo escogería por encima de cualquier otro, a pesar de que hay otros, afortunadamente, tan excelsos -que nos enseñan a vivir, pero no, como el que digo, a sobrevivir-. También es el que enviaría a otro planeta como referencia de lo que esencialmente es el ser humano: superación. Es sorprendente la cantidad de veces que lo citan los grandes nombres de la Literatura, del Arte y de la Historia. Me refiero a Robinson Crusoe: buena parte de cuantos lo han leído lo hicieron en su adolescencia, en versiones simplificadas que lo han desprestigiado y desprovisto de sus cualidades porque los publicistas, olvidando que Daniel Defoe lo escribió con la experiencia de su madurez, creen que se vende mejor como un cuento de piratas. Pero la odisea del náufrago -inspirada en hechos históricos- es más interior que exterior, más introspectiva que aventurera. No existe en la literatura universal otro personaje capaz de sobreponerse a las adversidades como Robinson Crusoe. Probablemente, ningún otro puede enseñar tanto al hombre actual. Tras su catástrofe, parte de cero y se convierte en el admirable ejemplo de lo que un hombre puede llegar a hacer con determinación, solo, en circunstancias extremas, conviviendo con sus propios temores, llenándolos de esperanzas y de actos, creciéndose cada día ante los infortunios, sin ayuda, sin milagros, sin ciencia ficción, con la única fuerza de su fe en sí mismo.  
         El naufragio de Robinson es el emblema del aislamiento del hombre en el mundo en que vive (tanto que acaba por regresar a su isla, tal vez huyendo de la misantropía que la sociedad genera). Lo que importa de él es su incapacidad para rendirse ante las desdichas: la afirmación de que el destino es la voluntad.




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lunes, 26 de marzo de 2012

Un poema de Josefa Parra (Antología, LII)


Charles Ives: Largo


HELENA CONTEMPLA A SUS HERMANOS




Dulces hermanos, carne
de un mismo amor, rendidos
al borde de la noche
os contemplo: soberbios
como dioses, y frágiles
como cisnes. Qué extraño
maleficio nos une,
qué enredados caminos
llevaron a este ocaso.

Me llamaréis hermana,
y yo os llamaré amados,
piel deleitosa, fruta
de mi propio jardín.
Míos sois por la gracia del deseo.
Soy vuestra por la gracia de la sangre.

Y un día lloraré
al decir vuestros nombres.

© JOSEFA PARRA




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sábado, 24 de marzo de 2012

Un poema de José A. Ramírez Lozano (Antología, LI)

Mahler / Klemperer: Sinfonía "Resurrección". Final. 1971


PASION ETERNA


Yo no quiero que un Dios que castigó la carne
la resucite luego al son de sus trompetas
lo mismo que al final de un baile de disfraces.


¡Oh pasión de mi vida, cuerpo mío de ángel
que envejeció de amor, que se abrasó de lumbre!


Quien ama no ambiciona más corona que el beso.
Dime qué eternidad es esa que prometes
más allá de los cuerpos si, al cabo, necesitas
para llenarla el tibio pecho que destrozaste.


Sólo una vez, no más, es hermosa la vida.
Ocúpate, Dios mío, del fuego que alimenta
la dicha transitoria y olvida las cenizas.


El tiempo, el tiempo dame. Él es mi amante cierto.
Si amor es consumirse, me mate con rozarme.


                     
© José A Ramírez Lozano