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martes, 6 de marzo de 2012

Gabriel Celaya (Efigies, IV)


Eisenstein: Potenkim / Escalinata

            Gabriel Celaya (1911-1991) fue el abanderado de la tendencia regeneradora de la sociedad que padeció la poesía a mediados del siglo XX. “Tranquilamente hablando”, “Cantos Iberos”, “De claro en claro” son algunos de sus títulos. Visto hoy, Celaya aparece en sus primerizas obras como un buscador del propio estilo que va probándose diferentes trajes literarios -y plásticos- antes de entallarse el de la “poesía social” y convertirse en el sastre de la nueva moda. Al contrario que Ernesto Sábato, cuya pintura es paralela y complementaria de su literatura, o Cirlot, cuya música se incardina con su poesía, Celaya pinta y dibuja con una estética muy alejada de su poética. Si su plástica es abstraccionista, su poética es realista: mientras una exige una interpretación, otra impone el “mensaje” concreto. Pasados unos lustros, él mismo comprobaría que tal diseño era más un remiendo para los vagamundos de la pluma que un atuendo para el autor sereno. Ya en 1960, consciente de la anemia de su obra, escribe a Emilio Prados: “Mi poesía es un poco burra, aunque con mucho amor de dentro”. Suele ocurrir cuando se confunde fecundidad con intensidad y se toma en serio el sarcasmo de Lope de que al pueblo hay que hablarle en necio para darle gusto.

              Hay que decir (o debo decir, puesto que así lo pienso) que Celaya es un autor que interesa más como fenómeno social que como artífice poético. Pero eso no menoscaba su estatura de hombre preocupado por el hombre. Tal vez haya que juzgarlo, como a tantos otros, más por sus intenciones que por la ejecución de las mismas. Orientó su náusea sartriana, como en una autoredención, hacia una cruzada redentora de cuantos sufrían las penas de la carne y el alma. Abandonó la fascinación que sobre él ejercieron el surrealismo y las vanguardias y se dejó engullir por la llamada de la poesía civil, aunque no fue la única cuerda que pulsó. Huyendo del esteticismo, cayó en el prosaísmo; queriendo versificar ideas, metrificó ideologías. Creyó que el poeta es un hombre que debe expresarse como el hombre de la calle, inculto de poesía y de artes. Fue un soñador rayano en el iluso (lástima que haya tan pocos utópicos como él) que creyó que la poesía, solamente por ser verso, puede transformar el mundo.

             ¿Puede, realmente, un poema intervenir en los cambios sociales? Unamuno expresó que “hacer poesía es una forma de hacer política”. Pero se refería a la transformación de la sensibilidad, no de las circunstancias. Es inútil denunciar la maldad si no se cultiva la bondad, como lo es pretender evitar las consecuencias sin antes actuar sobre las causas. Y aquí viene bien el final de “El Buscón” quevedesco: “nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”. La estética politizante (“La poesía es un arma cargada de futuro”) de Celaya procede de la línea abierta en España por Pla y Beltrán (Que nuestros versos sean / ágiles bayonetas en las manos pesadas de los obreros del universo...”) y Miguel Hernández (“Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas”): una escritura de consigna que tiene más en cuenta la denuncia de la injusticia que la justicia que se le debe hacer al lenguaje cuando este pretende ser algo más que palabras aventadas para concienciar a quien no tiene conciencia del arte y la poesía. Y este criterio y testimonio escrito, con todos los respetos que merece la solidaridad verbal, pertenece más a la sociología que a la poesía.


           Cuando se escribe para el hombre concreto inmerso en una circunstancia concreta, si ésta no es emblemática del hombre histórico -o el autor no logra categorizarla como tal- el poema nace ya muerto como entidad artística perdurable, por muy vivo que se muestre como reactivo del instante. No todos los poetas entienden, como Neruda y Vallejo, que la auténtica política se hace sin hablar de ella y diciendo mucho desde la introspección. Incluso los muestrarios mundanales de García Lorca y Dámaso Alonso (sus libros “Poeta en Nueva” York, “Hijos de la ira”) conciencian más que toda la poesía de la concienciación. De otro modo, la insistencia en la “fisis” se convierte en una impostura de la “psiquis”, y el texto, preocupado por los avatares del hombre cotidiano, incurre en el verso callejero y se olvida de la lírica, finalidad para la que había nacido. La “poesía social”, en general, se olvidó del hombre, del espíritu humano, a fuerza de ocuparse de las circunstancias inhumanas de su cotidianidad.

                 Si alguna manifestación artística altera la historia y convierte al hombre en su sujeto y no en su objeto es aquella que, vuelta sobre sí misma,  reordena el yo individual y, por ello, el colectivo.  Por eso la vigencia de Celaya estriba no en su poesía, sino en el significado solidario de su obra. La historia de la literatura no se resentiría por la ausencia del poeta Celaya. Pero en un mundo cada vez más contumaz en su egoísmo hacen falta muchos hombres, acertados o equivocados para el arte, como Gabriel Celaya, sentidor del altruismo como ética.




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