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sábado, 10 de marzo de 2012

Una aventura apócrifa


Hay cosas que marcan como el estigma de un Caín. O el de Judas. Y pocos se preguntan si el devenir de la Historia los necesita para su decurso como símbolos explicativos.
Tal vez Caín y Judas fueron dueños de su voluntad y no dudaron en convertirse en héroes del mal para que la humanidad tuviese a quien maldecir y exonerarse así de sus propios yerros. O, acaso, simplemente tuvieron mala suerte en la lotería de los papeles del teatro de la existencia y arrostran un cilicio dictatorial que los exilia de la honestidad.
Yo cometí un error que los biempensantes de la sociedad de los compinches quisieron castigar, olvidando que la sospecha no es sinónimo de culpa: me convirtieron de sujeto sufriente en sujeto agente. Y, para escarmiento de todos, me lincharon en vez de juzgarme. De modo que, como el orden de los factores altera el producto verbal y vital, pasé de ser un desconocido poeta maldito a un reconocido maldito poeta. Los perros del Loewe feroz me mordieron y sus ladridos siguen cabalgando jumentilmente a mi lado.
¿No cesará este rayo que me habita como una contumaz estalactita? La noble pluma de Álvaro Valverde lo intenta desde su blog


Desde aquí se lo agradezco. Pero afirmo que aquella aventura apócrifa ni siquiera forma parte de mi vida como una anécdota, por mucho que los demás se empeñen en que forme parte de las suyas.



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