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martes, 1 de mayo de 2012

Leer para vivir (Disquisiciones, XIV)


              Telemann: Tafelmusik, 4

Lo más doloroso del fracaso de la educación no es, con ser mucho, que la sociedad sea cada vez más violenta, insensible e insolidaria, sino que cada día nacen miles de niños predestinados a sufrir un analfabetismo cultural y humano, y que, por ello, jamás tendrán acceso a la sana convivencia, a la sensibilidad del humanitarismo y a los bienestares del conocimiento. El mundo ha decidido progresar hacia afuera y no hacia adentro, puesto que prefiere correr tras el dinero a caminar hasta el íntimo equilibrio. Malvive el presente y sueña el mañana sin haber aprendido las moralejas del pasado. Huye de la historia, la filosofía, la literatura y las artes, y disculpa su huida con la autoengañosa coartada de que la tecnología bien merece el nombre de nueva ciencia divina a la que hay que dedicar toda atención. 
        Sin embargo, caiga aquí la sentencia de Einstein: “La ciencia puede salvar tu vida, pero no enseñarte a vivirla. Eso queda para las letras”.
        Porque solo aprendemos sin error de las experiencias propias contrastadas y confirmadas con las ajenas universales; y estas están en los libros, desterrados hace ya mucho tiempo, para vergüenza de todos, en las bibliotecas, esos lugares hermosamente íntimos y públicos por los que apenas unos pocos ciudadanos, más consumidores de revistas que de libros sabios, suelen hacer turismo. 
    Lo cierto es que la prisa por llegar a cualquier sitio que nos haga olvidar el vacío interior, llenándolo con urgentes frivolidades, impide la lectura nutricia de la mente, el enriquecimiento de la percepción, la solidaridad del corazón consigo mismo y con los otros. Y no obstante, abrir el libro idóneo es entrar en la consulta del especialista necesario para nuestras desorientaciones cotidianas, es escuchar el consejo del mejor consejero y hallar no solo una momentánea solución, sino la imprescindible comprensión satisfactoria. Cuántos hombres y mujeres se comprenderían a sí mismos y solucionarían sus problemas si supieran que lo que les ocurre está ya descrito, diagnosticado y resuelto en tantas autobiografías, por ejemplo, en tantas vivencias de otros que, de haberlas conocido, nos hubieran evitado tropezar en la misma piedra.
    Los libros son el verdadero patrimonio de la humanidad, aunque no sean los lugares más visitados. Y parece mentira que en una sociedad en la que el tiempo es oro se desperdicie el oro de los libros y una mayoría ciudadana se dedique a matar el tiempo en vez de vivirlo plenamente, enriqueciendo sus criterios tras buscar y hallar el talismán verbal o el pensamiento mágico que nos haga entender que la felicidad es un oasis cuyas aguas no se compran con dinero, sino con respuestas a nuestras preguntas de insatisfechas criaturas de esta vida.