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martes, 26 de junio de 2012

Cuando nada se espera de la vida (La péñola parlante, XVI)


R. Strauss: Muerte y transfiguración


            Toda la finalidad de la filosofía se reduce a esta cuestión: descubrir si la vida merece o no vivirse. Eso escribió Camus, y me parece uno de los grandes pensamientos de la Historia. Todo cuanto pensamos, decidimos y hacemos se encamina hacia el hallazgo de nuestro bienestar físico y síquico. Huimos del dolor y nos acercamos al placer porque nuestros genes así nos lo determinan desde el instinto de supervivencia. Sin embargo, no todos los nacidos sienten que la vida es un paraíso, sino que algunos la perciben como un infierno del que solo se escapan por el burladero de la muerte. Y, puesto que nacemos sin que nos pidan permiso para gozar de la existencia, nadie puede negárnoslo cuando el vivir se convierte en una tortura. Quiero decir que el suicidio es, para algunos, una eutanasia, preventiva si se quiere, y esta un derecho de la dignidad. Porque llega un momento en el que todos somos “el hombre más parecido a la muerte”, según se dice en la película de Roger Corman Secreta invasión.
            Que comprendamos o no la muerte de quien, en vez de esperarla, la busca, no es cosa nuestra. Aceptar que hay cosas incomprensibles es la única forma de comprender algunas cosas. Aunque no es difícil entender que “la herida interior” es el peor cáncer, la más grave metástasis. Y lo mismo que a veces es preciso amputar un brazo para salvar la vida, en ocasiones resulta imprescindible amputar la propia vida para curar el dolor de vivir. Cosas que podrían argumentar y defender -con el testimonio de sus vidas y sus muertes- Alfonsina Storni, Virginia Woolf, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath y tantos malheridos -Larra, Van Gogh, Hemingway...- por la condición mortal de la existencia, frente a la cual todos sufrimos una insufrible indefensión. Y no todos encuentran una razón vital, como Beethoven, para sobreponerse al suicidio. Incluso dícese que el mismo Freud eligió la inyección suicida, o eutanásica, para poner fin a sus días. ¿Y quién no se asombró de que Karel Svoboda, compositor de las músicas de Pinocho y la Abeja Maya, se suicidara?
Hay quienes sufren su presente cotidiano en silencio y en espera del silencio absoluto. La vida nos coloca a veces ante un callejón “sin más salida que la de la muerte”, por citar a García Lorca. Porque si es cierto que “mientras hay vida hay esperanza”, no lo es menos que la muerte es la última esperanza del desesperanzado. Y no podemos culpar a quien decide despedirse definitivamente de sí mismo y de nosotros.
El hombre no es las cosas que consigue, sino aquellas con las que sueña. Y a veces el incumplimiento de los sueños y la hostigante presencia de la realidad nos hacen soñar con la nada. Elegir esta no es un arrebato ni una irresponsabilidad, sino una consecuencia sicológica: un día muere un trozo de nosotros; otro día deja de latir otro fragmento de nuestro ser; poco a poco, arrinconados en nuestro laberinto, nuestro mundo deja de regirse por las leyes síquicas de los demás; al fin, cargados y extenuados con el fardo de nuestro cadáver, decidimos abandonarlo junto a nuestro cuerpo, que era lo único que fingía existir. Como quiera que sea, parece preferible que el reloj biológico lo determine la propia voluntad y no la ajena, sea esta divina o humana, piadosa o justiciera. Por eso creo que el suicidio es la única pena de muerte aceptable: porque, más que una pena de muerte, resulta ser una muerte que mata la pena de vivir. Y porque es consecuencia de nuestra libertad, por muy determinada que esta esté por el sufrimiento. Ni la religión, ni la medicina, ni el humanitarismo mal entendido pueden cercenar la voluntad. En ocasiones, para sobrevivir -para extirpar el dolor- hay que matar la voluntad de vivir. Y cuánto dolor se necesita para conseguir que nuestra voluntad venza el instinto de supervivencia.
      No estoy haciendo un panegírico del suicida, sino tan solo tratando de hacer ver que llega un instante en el que nos quedamos solos ante el umbral. Y que nadie puede impedirnos cruzarlo. 
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