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lunes, 11 de junio de 2012

El beso irrepetible (Aulario sentimental, VI)

Chaikosvki: Vals de las flores


El beso irrepetible


          1.-  Petrarca escribe: Fluye la vida y nunca se detiene (“La vita fugge, e non s` arresta un’ ora ...”), quizá porque, tan humanista él, sabía, como Heráclito, que Todo fluye y, por eso, nada permanece, de donde se deduce, como primer motor del tempus fugit y del carpe diem, que No te bañarás dos veces en el mismo río. Amargura tan universalmente asumida que, en el otro extremo de la cultura, Li Tai-Po hace decir en “El adiós” de una mujer a su amado que Ningún río puede regresar a su fuente, / ninguna rosa puede volver al rosal que la dejó caer.

          ¿Qué es lo que perdura en el pasado que se hace presente cuanto más caminamos al futuro? ¿Qué levadura tiene el tiempo ido que germina en el corazón humano su regreso? ¿Por qué Jorge Manrique no puede evitar escribir que cualquier tiempo pasado fue mejor, si el pasado es la ruina del presente para quien a él se aferra y se ciega al horizonte de todos los mañanas? Acaso es que el hombre es un necrófilo del tiempo y halla su identidad en lo que de él murió cuando vivía y no supo apreciar, y la nostalgia es el perdón y es el castigo que a sí mismo se da recreando lo que quiso vivir y ser, pero no fue. O acaso nuestra vida, en realidad, es la memoria que forjamos de ella: y la inventamos cómo fue ya que no podemos ser demiurgos de la que vivimos y soñamos vivir. Pues somos una ruina. O tal vez es cierto que si cualquier tiempo pasado no fue el mejor, como quisimos y queremos, sí lo es como inspiración elegíaca, como dolor presente nacido de la ausencia, ya que se convierte en lenguaje que brota sin pausa como un soplo / de la magnificencia de la ruina (Jenaro Talens). La fascinación por “la edad de oro” del pasado, cuyo arquetipo literario se incluye en “El Quijote”, obligó a Petrarca a elevar a categoría metafísica lo que Manrique haría tópico: Siempre he lamentado no haber nacido en otra edad; y he procurado olvidar la presente, insertándome espiritualmente en otras (“Carta a los venideros”). Pero Dante ya había expresado que no existe mayor tristeza que recordar el tiempo feliz en tiempos de miseria.

           Comoquiera, recordar es un dolor y es un amor, puesto que transfiguramos en materia propia lo que fue sustancia de los otros y las cosas. Si, como defendía Parménides, Lo que es, es necesariamente, sin duda la sustancia de ese ser es la de su constante mutabilidad, una energía indeleble pero transformable. Recordar es vivir la utopía que no fue como si hubiera sido. El recuerdo es la memoria de lo que quisimos que ocurriera. Y duele y alimenta: hace soñar. Puesto que estamos hechos (Shakespeare:) de la misma materia que los sueños: por lo que entrar en la memoria y resucitar en ella nuestro yo como debió ser -no como se lo impidieron los dioses o los hombres- es entrar en un sueño y vivirlo como una vida auténtica. Recordar es amarse a sí mismo, besarse en ese otro cuya identidad tanto anhelamos. Cierto que estamos diseñados para no creer nuestras mentiras mágicas y sí las de los otros. Pero la mentira que hilvanamos sobre nuestro pretérito también vendrá el tiempo a tejerla como una verdad en el presente, cuando recordemos. Y acaso llegue la muerte a impedir reconocernos como piadosos embusteros metafísicos, necesitados de la mentira como supervivencia. Quizá por eso el hombre escribe sus memorias al margen de los historiadores, y hace literatura para inventar la vida.

        2.-  La recurrencia literaria que conocemos como ubi sunt? insiste en la pregunta sobre nuestro pasado, para aproximarlo, reconocerlo, tal vez reconstruirlo. Lo que aprendemos de ese lugar común de nuestra mente (y, por eso, de la escritura) es que lo que ayer pasó no resucita, por más que lo nostalgiemos, y que lo que quisimos que ocurriera y no ocurrió podemos hoy convertirlo en realidad: que todo lo que poseemos es el presente, y debemos defenderlo viviéndolo, no sacrificándolo a recuerdos o ensueños, aprendiendo del pasado que el presente es el único tiempo en que existimos, pues ningún futuro podrá sustituir lo que quisimos ser. Es en ese momento cuando surge el carpe diem, igualmente literario por vital, induciéndonos a disfrutar del instante como si fuese el único o el último, porque siempre es el último y el único cuya existencia no es una contingencia. Pues somos una ruina, ya lo he dicho. Las más claras bellezas y el más vivo latido se afean y detiene su ritmo ante la muerte o el sucederse de los días. Por eso el sol que brilla debiera ser gozado en el instante: porque igualmente brillará mañana, mas quizá sin nosotros. Y la conciencia de la fugacidad del tiempo de nuestra existencia clama por apresar en el instante un trozo suculento del gozo de la vida que se huye.

Cezanne

           No se repite el beso. Hay otros. Mas nunca se repiten. Nadie crea que puede vivir -amar- mañana todo lo que no ha podido amar -vivir- hoy. No se repite el beso: ni la vida nos besa tanto como para dejar para otro instante lo que podamos amar hoy. Ausonio y Ronsard, Horacio, Góngora o Garcilaso, como otros muchos, lo sabían. Este último, haciéndose eco del Collige, virgo, rosas ausoniano, escribe: Coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto, antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre. Y Góngora (como Garcilaso, tan próximo a Tasso: Mentre Che l·auro crin v’ondeggia intorno) insiste: Goza ... / antes que lo que fue tu edad dorada ... / se vuelva / tierra y humo y polvo y sombra: nada. Muestra la gradación con la que se degrada la juventud y la belleza, su irrepetibilidad: por ello la insistencia en el disfrute del presente. Eso es lo que había predicado Ronsard: ¡Cueillez des aujourd·hui les roses de la vie! Lo aconseja, directamente a los jóvenes, Machado: Pasead vuestra mutua primavera / antes que, torva, en el camino aceche. Incluso Juana de Ibarbourou, con todo lo que significa de superación de las trabas machistas, escribe en “La hora”:
Tómame ahora que aún es temprano,
ahora que tengo la carne olorosa...
y los ojos limpios y la piel de rosa ...
Ahora que en mis labios repica la risa ... 
Después, ¡Ah, yo sé 
que nada de eso más tarde tendré! 
Tómame ahora que aún es temprano ...
Hoy, y no más tarde, antes que anochezca 
y se vuelva mustia la corona fresca ... 
Oh amante, ¿no ves 
que la enredadera crecerá ciprés?

      Pesa demasiado en la conciencia colectiva literaria, por humana, el fatalismo que recoge Quevedo:

La vida nunca para,
ni el tiempo vuelve atrás la anciana cara. 
Nace el hombre sujeto a la fortuna,
y en naciendo comienza la jornada 
desde la tierna cuna
a la tumba enlutada. 
/ ... / 
Sólo el necio mancebo,  
que corona de flores la cabeza, 
es el que solo empieza 
siempre a vivir de nuevo.

        (Podría aquí aplicarse, como cuestionamiento del tiempo irrepetible, la frase de Ortega: La juventud es la única edad que tiene derecho a equivocarse. Aunque también el joven, como todos, tiene el deber de acertar para no ser un “necio mancebo”).

            Muchos han convertido  el tema del Collige, virgo, rosas en un pánico terror dándole la vuelta y catecismando que debe aprovecharse el presente para rezar (sufrir) por si la muerte nos sorprende: como si gozar de la vida fuese un delito. Surgen, así, el vanitas vanitatis, el memento mori, las Danzas de la muerte, el masoquismo del dolor, la calavera y el reloj, el menosprecio y desprecio de la vida, el terrorismo mental de una eclesiastidad creyente de divinidades sicopáticas creadoras de un bienestar del cual acusan a quienes se deciden a gozarlo. De ahí imprecaciones como esta: Oh tú, que me estás mirando, / mira bien y vive bien, / que no sabes cómo, cuándo, / te verás así también. / Todo para en sepultura. Pero, afortunadamente, frente a la podedumbre del cuadro de Valdés Leal, por ejemplo, siempre hay un Chant de la joie -de Honeger- que pregona y hace triunfar la joie de vivre.

         3.-  Cada presente memorístico pretende recordar su pasado adaptándolo a sus necesidades; pero por mucho que el pretérito sea maleable a nuestros intereses siempre permanece vivo y reclama su existencia en cada instante, así como el futuro solo es un cadáver de sueños al que intentamos dar vida y nunca conseguimos revivir más que a retazos. Es mejor reconocer que el pasado existe como nuestro padre, inalterable y no deforme, y que el futuro es un hijo que no sabemos si tendremos. Amamos lo que perdemos por la única razón de que ya no podemos alcanzarlo. Incluso, cuando ya no podemos conseguirlo, añoramos y deseamos lo que despreciábamos. He regresado: pero ha desaparecido el lugar, escribía Carmel Cashels. Y no a otra cosa se refería sino a la irrecuperabilidad como consecuencia de la mutación, del cambio constante de las cosas. El universo, el cuerpo, la sensibilidad son rostros que se alteran en su gesto con solo cambiar uno solo de sus rasgos, porque ese determina el cambio de los otros, su orden o su caos, su equilibrio, su intensidad, su magia y contingencia. Así, el tiempo altera cuanto se sujeta a su efecto, que es todo cuanto hay debajo de la piel y sobre la epidermis. El infinito azar crea mundos expansivos tan distintos de sí como idénticos en su diferenciación e irrecuperabilidad. Por eso el carpe díem es la afirmación demostrativa de quien conoce la naturaleza del hombre y de las cosas: Todo fluye, pues nada permanece. Sólo queda el recuerdo: y ya digo que es nada más que la alteración de lo que se supone recordado. Hay que vivir el beso, el tacto, el gozo en el instante en que son pura naturaleza y no materia del recuerdo. Dejar para mañana lo que puede amarse hoy es nada más que adelantar la muerte de mañana hasta la ausencia de vida en que el hoy se convierte. De ahí la palpitación perenne del poemilla de Gracián: El tiempo es un caballo / que triza los recuerdos, la esperanza. / Amémonos, Amada.



            En el film de Nicholas Ray, “Jhonny Guitar”, se incluye este diálogo -sobre el pasado, el presente y el futuro; sobre el tiempo individual y el convivencial- entre Joan Crawford y Sterling Hayden :
         - C: Hace cinco años una muchacha conoció a un hombre. No era  un
                  dechado de virtudes,  pero lo amaba. Quería casarse con él, trabajar
                  con él, construir un futuro.
            - H : Hubieran vivido contentos y felices.
            - C : No fue así. Se separaron. Él no quería sentirse atado para siempre.
            - H : Entonces la muchacha hizo bien en no casarse.
            - C : Aprovechó bien la lección. Aprendió a no enamorarse de nadie...

       Y ante la pregunta de Hayden (: ¿Qué pasaría si aquel hombre volviera?), Joan Crawford contesta, imperturbable: Cuando un fuego se extingue solo quedan cenizas. Y es que, habiendo tanta Roma, es una falacia eso de que Siempre nos quedará París. Por mucho que el manriqueño Bogart lo predicase.