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lunes, 16 de julio de 2012

La mística lujuria (Poemas comentados, IX)

Schumann / Duprè: C violoncelo.

La fuente en la ceniza



Dos pulsiones rigen la existencia: eros y tánatos. El instinto de supervivencia nos lleva hacia el coito continuo para que la vida no se extinga. Contrariamente, la muerte elimina inexorablemente a los nacidos, con lo que la lucha entre eros y tánatos se convierte en la violencia más sostenida, e inextinguible, de la Naturaleza.

Por razones de convivencia social, cuando uno entre los muchos animales de La Tierra empezó a gobernarse por la conciencia, se castraron las libertades naturales del sexo y se reglamentaron sus instintos, ya que difícilmente podría el recién nacido ser cuidado por sus padres si estos, mediante el emparejamiento o matrimoniación, no se aseguraban de tal paternidad. La sexualidad cinegética (coitamos porque lo exige nuestro instinto) pasó a ser controlada; y su descontrol, perseguido por la sociedad.


Sin embargo, igual que la vegetación exuberante es imparable en el Amazonas, el sexo es un río amazónico en la selva social. De manera que los lances amorosos, los extramatrimonialismos y erotismos liberales o libertinos se han ido sucediendo y excomulgando desde el origen de las civilizaciones para detener su erotómano flujo. Lo cual no ha evitado que siempre haya habido un guadiánico río en la vida y, por tanto, en las artes, que han dado fe del vigor y vigencia de tal condición humana y animal.

Ovidio, Petrarca, Sade … con metáforas y otros escondites, o sin ellos, lo han resaltado, como tantos otros, saltándose el tabú en que se había convertido. La castración de la sexualidad produce monstruos, o visiones arcangélicas. Aberraciones y paramisticismos. Porque la energía siempre se transforma en algo tangencial a sí misma si se le impide su espontánea combustión. 

Leamos el siguiente poema.

La fuente en la ceniza

Amo el temblor rosado de tu boca
y el crepúsculo azul de tu mirada.
Amo la luz carnal que te ilumina
cuando te arrojas como un puma alegre
sobre mi cuerpo ansioso de tu cuerpo.
Amo el sudor de miel que nos lubrica
y la erosión constante de la piel.
Amo tu desenfreno y mi arrebato
cuando, tendida, te abres como un libro
y esplendes como un saurio.
Amo tu lasitud y mi abandono
tras el fulgor robado a las estrellas.
Amo la ardiente búsqueda infinita
que late en nuestros sexos.

La exaltación erótica del poema es evidente. Pertenece al libro Bajo el signo de Eros.

El poema nos presenta dos cuerpos en lujuriosa conversación apasionada. Nada procaz. Tal vez algún lector eche de menos, en estos tiempos de bocazas, la ausencia de un lenguaje abrupto, burdas expresiones, léxico vulgar y tabernario... acordes con el tema de la lascivia tratada por la poesía prostituida y prostituta ¿Es por esteticismo…? Veamos de nuevo el poema:

La fuente en la ceniza

Amo el temblor rosado de tu boca
y el crepúsculo azul de tu mirada.
Amo la luz carnal que te ilumina
cuando te arrojas como un puma alegre
sobre mi cuerpo ansioso de tu cuerpo.
Amo el sudor de miel que nos lubrica
y la erosión constante de la piel.
Amo tu desenfreno y mi arrebato
cuando, tendida, te abres como un libro
y esplendes como un saurio.
Amo tu lasitud y mi abandono
tras el fulgor robado a las estrellas.
Amo la ardiente búsqueda infinita
que late en nuestros sexos.


El amo, con su yo implícito, repetido anafóricamente 8 veces en sendas oraciones paralelas por él encabezadas, arrastra buena parte del vocabulario hacia ese combate sin violencia bélica que llamamos coito. El rojo carnal de amo asimila o contagia semánticamente buena parte del entorno léxico que le sigue.

 Las expresiones “carnal”, “puma”, “cuerpo ansioso”, “sudor que lubrica”, “erosión de la piel”, “desenfreno”, “arrebato”, “te abres como un libro”, "nuestros sexos"… dibujan la imagen explícita de la fricción de la carne, la devoción por la salacidad, la voraz devoración mutua de la carnalidad… 

Todo el mundo sabe que semántica viene de semen: y ese fluido impregna los cuerpos como un sudor erótico provocado por las incontinentes embestidas lujuriosas del ariete en que se ha convertido amo. De modo que la sensualidad sexual parece ser el único arbotante del poema. Helo aquí, enrojecido en tal acepción:

La fuente en la ceniza

Amo el temblor rosado de tu boca
y el crepúsculo azul de tu mirada.
Amo la luz carnal que te ilumina
cuando te arrojas como un puma alegre
sobre mi cuerpo ansioso de tu cuerpo.
Amo el sudor de miel que nos lubrica
y la erosión constante de la piel.
Amo tu desenfreno y mi arrebato
cuando, tendida, te abres como un libro
y esplendes como un saurio.
Amo tu lasitud y mi abandono
tras el fulgor robado a las estrellas.
Amo la ardiente búsqueda infinita
que late en nuestros sexos.

Sin embargo, acabado el trasiego lujurioso, lúbrico, libidinoso, lascivo, salaz, rijoso y etcétera, los versos 11 y 12, plenos de lasitud posorgásmica tras el príapo y mesalino esfuerzo, desembocan en un final que también explicita que la estridente cópula que se nos describe es la puerta para otra realidad intangible, sublime e “infinita” a la que conduce el acto sexual. Hay quienes sienten un destello irracional paradisíaco ante el mar, al contemplar el firmamento, al extasiarse ante un dios... y también hay quienes se asoman a esa solemne y oscura claridad cuando la carne reclama toda su materia e identidad, que no es solo carnal (Don Quijote sintiendo a Dulcinea, por ejemplo, Amiel ante sus sublimaciones innominadas…). 


Si nos fijamos ahora, desde esta perspectiva, vemos que muchas palabras abandonan su significado sexual o lo transfieren, o lo enriquecen, con una más alta concupiscencia. El amo no es una mera invasión retórica, sino vislumbre de transfiguración. De la luz carnal hemos obviado su identidad de oxímoron, que sintetiza lo aparente o ancestralmente antitético: cuerpo / espíritu; la materia corpórea y carnal es realmente una luz que hemos pasado por alto y que ilumina otros elementos.  El puma devorador es ahora un saurio esplendente. La luminosidad del piafar de los cuerpos se yergue hacia otra dimensión cósmica, como indican el fulgor robado a las estrellas y la búsqueda infinita. 


De manera que bien puede decirse que el poema no se reduce a ser una exaltación de la carne y sus placeres, sino una invocación y celebración de lo que hay tras ella o en ella. El amo ya no es solo un mecanismo de insistencia, sino también de gradación: desde la pura materia carnal hasta una sensualidad que trasciende la carnalidad, pasando por la sublimación, el paramisticismo (*) y otros matices del caleidoscópico ente -invisible, inefable y otro largo etcétera- que hemos dado en llamar -aunque los nombres pocas veces nombran, definen e identifican- Amor.

Cobra sentido así el dístico del autor: Sobre tu cuerpo escribo con mi cuerpo / el gran poema de la identidad. Y el final de otro poema: Mañana será amor lo que hoy es sexo.

La fuente en la ceniza

Amo el temblor rosado de tu boca
y el crepúsculo azul de tu mirada.
Amo la luz carnal que te ilumina
cuando te arrojas como un puma alegre
sobre mi cuerpo ansioso de tu cuerpo.
Amo el sudor de miel que nos lubrica
y la erosión constante de la piel.
Amo tu desenfreno y mi arrebato
cuando, tendida, te abres como un libro
esplendes como un saurio.
Amo tu lasitud y mi abandono
tras el fulgor robado a las estrellas.
Amo la ardiente búsqueda infinita
que late en nuestros sexos.

Como he dicho, este poema pertenece al libro Bajo el signo de Eros; y pudiera decirse que si no es central sí es nuclear del resto de poemas. Una primera parte acoge figuras en el tiempo y en movimiento, como breves cuentecillos tocados por la lujuria, el sarcasmo o el divertimento. Pero el libro deriva en estampas de otras figuras escorzadas y pulidas por una creciente desolación. Tal vez sea tal sucesión y ambiguedad polisémica la que da templanza a la configuración del poema. Desde la mitología a la Historia, el arte o la escritura, se suceden leves sonrisas y graves pesadumbres. Eros y tánatos en una continua y desigual batalla en la que es el autor el que más pierde. En algún momento lo resumí así:

Siempre he sido esclavo de la pluma: necesitaba su confesionalismo para liberarme de mí y abandonarme en el folio. En los últimos tiempos parecía que un gran océano acumulado por la voluntad y los libros escritos apaciguaba mi infierno. Por primera vez no necesitaba escribir. Era dueño de la pluma. Me puse a jugar con ella, con la obtusa intención de esbozar algunas fabulaciones, como un divertimento. Pero me equivoqué: pronto la pluma reclamó su origen y fue olvidando su ludismo y recobrando su entidad de verdugo consolador: se lanzó a trazar un conjunto en el que la tragedia triunfaba sobre cualquier sensualidad.

Bajo el signo de eros y tánatos, pues. Sirva La Celestina para ilustrar ambas pulsiones: en la cita nocturna, Calixto cachea amorosamente a Melibea, quien, aparentemente recatada pero más hija de nuestro tiempo, pregunta, falsamente melindrosa, qué hace su enamorado con tanto estiramiento de sus ropas; y Calixto, bajo el signo de Eros, le dice: “Señora, quien quiere comer el ave primero le quita las plumas”. Finalmente, cuando, muerto Calixto, Melibea no encuentra razón sin él para vivir, se suicida arrojándose desde la torre; y su padre, Pleberio, bajo el signo de tánatos, grita: “¿Para quién fabriqué navíos? (léase futuros)”.

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(*) Parece evidente que cuando Teresa de Jesús describe su éxtasis como un ángel penetrándole el corazón con un dardo de oro no es ese órgano el  tan concupiscentemente penetrado.

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