Visitas

Seguidores

sábado, 8 de septiembre de 2012

Gabriel Miró (Efigies, VIII)



        Miró, el evangelista 

       Miró es un escritor de los que aman ciegamente la palabra. Su mundo es inmóvil, estático, descriptivista, cómitre de una sensualidad prustiana y catolicastra. Adolece de parálisis argumental, de anquilosamiento de la dinamicidad. No dinamiza, sino que inmoviliza. Sus escenas son fotografías, porque el “humo dormido”, el tiempo, convierte en estatuas el instante. Me parece un necrófago de la pasión bíblica y un adúltero de la razón de la fe, digno de Kempis
     Señor, se oye tu grito de desconsuelo de hombre y de Dios. Mueres desnudo, encima de un cerro que parece una vértebra monstruosa (...) tus gritos de moribundo, tus gritos convulsos, tus gritos de abandono en una cruz viscosa de gangrena... Después de la procesión del Entierro de Cristo se cierran las iglesias como la casa de un muerto. 

       Su ideario es retrógrado; su estilo, estancamiento. Es un mirón de ripios sensitivos, un escultor de su alma, como diría Ganivet. Pone tanta miel en su escritura que empalaga al lector. Su azúcar acibara el paladar de quien busca sabor y encuentra lenguas viscosas en su oficio lamiente. Miró, como tantos otros verbófagos, se obstina en ser orfebre de la pluma sin preguntarse para qué sirve la joya dibujada, siguiendo un modernismo impresionista desnutrido de metafísicas y rubricador de emocioncillas espirituosas, prolijo en flatulencias anímicas. Gusta del resplandor, no del sol; de los destellos y no de la luz. Es un esteta que cree en el arte por el arte, considerándolo primor, belleza, fermosura, preciosismo: como a los actores a quienes se les nota que actúan, cae en el peor de los errores: evidenciar que sus palabras son pura y nada más que “literatura”: falsificación de la verbalidad, espureidad de la dicción. 
      Moroso de las sensaciones, es un retablista, y sus estructuras me recuerdan -a mi pesar- a Schumann, de quien se piensa que no era capaz de desarrollar más que miniaturas, en todo caso entrelazadas (aunque Schumann demostró, sobre todo con el unitarismo de su Cuarta sinfonía, el error de sus críticos). Miró se demora en paisajes y etopeyas entre el costumbrismo, el realismo y el sicologismo. Su unidad está en el tono y el timbre de la secuencia, no en la secuenciación de los conjuntos. Es la suya una sensibilidad que acaba por insensibilizar, que asfixia al lector con su hiperestesia de autor. Aunque prefiere “sugerir” y no “agotar” la anécdota, sus pinceladas, que intentan ser como las de Debussy, agobian con su estridencia colorista, porque no son, como las de Van Gogh, estrategias para asomarse al hombre, sino artificios puntillistas como los de Seurat. El cromatismo wagneriano gesticula en su pluma, más que densa, abigarrada de percepciones. Su prolijidad es la de un Pereda cuyos riscos son sensaciones que provocan un alud sobre los ojos, hartos ya de palabras que resultan falsamente rijosas. Su obra es como un espejo que se mira a sí mismo y no refleja a ningún ser humano, aunque concibe al hombre como un pecador: 
          Lo que pido es un hombre al que le duela el pecado por  
         haberse ofendido a sí mismo.

      Su palabra no está en función de nada que no sea la verbosidad, objeto sin sujeto que la habite, carne brillantemente muerta. Sus recreaciones bíblicas, por su esteticismo, recuerdan los retornos clasicistas de Strawinski o Picasso. Pero hay en Miró demasiada “belleza” clamorosa y estática: en la misma página bíblica se lee: 
    Ruth la besaba y se besaba a sí misma, hermosa en la hermosura de una naturaleza con tacto y olor de creación (...) jamás nadie ha nacido tan predestinada y exactamente bella para la belleza del amante. Al verse, desfallecen los dos en un grito llamándose hermosos

      Tanta miel abotarga el paladar, tanto intento de diamantizar la luz impide la contemplación y la sorpresa del diamante efectivo. Provoca una absoluta hibernación de los sentidos, una esclerosis de la voluntad lectora.
        No me gusta Miró, ni por su palabra ni por sus ideas: pero eso no menoscaba su valor o calidad; solo demuestra mi ceguera ante algunas estéticas. Al margen de eso, Miró, como la Iglesia, no ama: predica un amor que no siente. Predica un amor prevaricado. Muchos evangelistas del dolor ha habido desde los tiempos del poeta Jesucristo. Hace más de un siglo que Nietzsche repudió a Wagner porque su “Parsifal” derrotaba por los caminos de la religión litúrgica. 
      A pesar de los tambores y los pífanos, los sayones y los tenebrarios, su paganismo y profanismo, pronto la imaginería crística que glosa Miró será solo asunto de futuros costumbristas, a lo Larra y Mesonero -sin su garbo, claro-, buhardillas de la mitología cristiana. Y nada más. Porque el hombre no merece el sufrimiento: y menos el dolor que se festeja con un túmulo.