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viernes, 8 de febrero de 2013

La construcción del poema (X): Bajo el signo de Tánatos



La construcción del poema (X)
Bajo el signo de Tánatos

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LA CONSTRUCCIÓN DEL POEMA


 ¿Qué puede hacer quien contempla la vida y se sabe muriente? En lucha contra su fatalismo convierte en agonía su existencia, y no consigue ver más luz que la de la muerte, definitiva sombra que mata su dolor. He aquí un ejemplo tomado de mi propia biografía:

1.- Con la misma certeza que digo “yo nací”, puedo afirmar, sabiéndome igual a todos los seres humanos: "moriré". Y entre ese pasado y este futuro queda un hoy al que llamamos yo, al que desconozco y del que solo sé que siente y piensa contra la muerte. 

2.- Ese vacío es lo que pretende llenar la conciencia, aun temiendo que nunca logrará su propósito de identificación. 

3.- Por lo tanto, todo mi conocimiento de la temporalidad se reduce a decir: nací cuando necesité pensar para paliar la muerte, y seré hasta que esta venza a mi pensamiento en desigual batalla. 

4.- De donde brota la primera realidad palpable. “Sé que sufro; por eso sé que existo”; ese fue mi cogito ergo sum

5.- Terrible silogismo, pero exacto. Y más terrible porque la razón del animal racional que había en mí no hallaba un argumento para mitigar aquel dolor: supe que no existía un principio inamovible, o yo no lo encontraba: lo que me despertó un Escepticismo Agónico. Y escribí:

LABERINTO ESTELAR


Mira una noche clara la inmensidad azul
del firmamento, observa la transparente urdimbre
de los astros, el mágico estallido
de luz. Sobre tus ojos la galaxia de Andrómeda
agita sus estrellas
como infinitos átomos gigantes.
A un millón de años luz de ese bosque solemne
vives tú, enamorado de tu gran corazón,
un astro diminuto que late y te recita
palabras armoniosas que siempre te convencen
de que tú eres el rey del Universo.
Y sin embargo yaces en un rincón oscuro
limítrofe de nada, tan lejano
de cualquier referencia y claridad
que si Dios nos buscase no nos encontraría.


Ante esa catástrofe síquica pocos seres sintientes y pensantes se convertirían en héroes de la esperanza. Yo no he hallado en mí, jamás, arcilla para forjar esa heroicidad. Sospecho que, por ejemplo, tampoco tanto suicida habitante de la Historia, aunque muchos de ellos crearan obras luminosas como estrellas. 

No sé bien cómo; pero, finalmente, sentí, deduje y escribí:

(Sobre el suicidio)

Antes de decidirte a abandonar
esta vida que odias o te duele,
cerciórate de que hay otra existencia
―o una nada― más digna a la que ir;
no sea que el lugar en el que surjas
aún te horrorice más que este que habitas.


Ante todo lo cual, se me permitirá que deduzca lo siguiente:

Cuando sentimos que el mundo es un lugar oscuro y solitario, y la vida una desesperanza con la que cargamos como un fardo que no sabemos dónde descargar, ¿quién no necesita unas palabras en las que apoyarse y de las que sorber algún consuelo, comprensión, reposo? 

El hombre ha caminado tanto por la senda de la humanidad, ha conocido tantas alegrías y tristezas, que le ha puesto voz a casi todos los sentimientos y conclusiones de sus silogismos.

Es terrible ser consciente de que nuestro cuerpo va descomponiéndose mientras respiramos, mientras nos sentimos más vivos: que nuestras células se pudren como la madera de un navío en cada singladura. 

En los momentos de tiniebla no estorbará tomar la mano amiga -por sintonía emocional- que tira de nosotros hacia afuera de la ciénaga y que un día escribió: 
LO FATAL


Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, 
y el temor de haber sido y un futuro terror... 
Y el espanto seguro de estar mañana muerto, 
y sufrir por la vida y por la sombra y por 
lo que no conocemos y apenas sospechamos, 
y la carne que tienta con sus frescos racimos, 
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, 
¡y no saber adónde vamos, 
ni de dónde venimos!...        
                                                 Rubén Darío
                                                                                                  

Perdidos en la selva selvaggia, lanzados a la búsqueda de una cumbre sobre la que elevarnos para que no nos asfixie el lodazal, miramos a nuestro alrededor y preguntamos sin esperar respuesta:

 "¡Ah de la vida..!" ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido,
las Horas mi locura las esconde.


¡Que sin poder saber cómo ni adónde
la salud y la edad se hayan huido.
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.


Ayer se fue, mañana no ha llegado;

hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.


En el hoy y mañana y ayer, junto

pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
                                                              Quevedo   
                                                                                  
Es verdad que el estremecimiento emocional de la lectura de ambos poemas no eleva el corazón a la esperanza: pero la asunción del dolor y la pérdida como algo inherente a la condición mortal, y el saber que otro ser humano la sufrió y supo decirlo, nos infunde -por una extraña empatía o íntima solidaridad- cierta voluntad de superación y reisilencia. De tal modo que cuando leemos el siguiente poema va disminuyendo el seísmo de la carne sacudida por el miedo: y nos invaden calma y lasitud: y aun a pesar de nuestra derrota carnal, podemos consolarnos -y apesadumbrarnos- con la contemplación del mundo que fue nuestro y sigue siendo de otros alteregos nuestros:
 EL VIAJE DEFINITIVO


Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando; 
y se quedará mi huerto con su verde árbol, 
y con su pozo blanco. 
Todas las tardes el cielo será azul y plácido; 
y tocarán, como esta tarde están tocando, 
las campanas del campanario. 
Se morirán aquellos que me amaron; 
y el pueblo se hará nuevo cada año; 
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado 
mi espíritu errará, nostáljico. 
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol 
verde, sin pozo blanco, 
sin cielo azul y plácido... 
Y se quedarán los pájaros cantando. 

                                                           JRJ

Aun así, nada nos impide constatar el hecho inexorable de la muerte, su acoso paulatino, su astucia pertinaz, su acechanza invisible y no por eso menos abrazada a nuestra carne:
    
 ESPERA SIEMPRE



La muerte espera siempre, entre los años,

como un árbol secreto que ensombrece,

de pronto, la blancura de un sendero

y vamos caminando y nos sorprende.

Entonces, en la orilla de su sombra,

un temblor misterioso nos detiene:

miramos a lo alto y nuestros ojos

brillan, como la luna, extrañamente.



Y, como luna, entramos en la noche

sin saber dónde vamos, y la muerte

va creciendo en nosotros, sin remedio,

con un dulce terror de fría nieve.



La carne se deshace en la tristeza

de la tierra sin luz que la sostiene.

Sólo quedan los ojos que preguntan

en la noche total y nunca mueren.
         J. L. Hidalgo
  
¿De qué manera consolar el corazón que se sabe inconsolable? Ni Rubén, ni Quevedo, ni Juan Ramón, ni Hidalgo...: nadie puede enterrar la muerte en un poema para librarse de ella. 

Y sin embargo, esos hombres heridos por la muerte supieron hallar el modo entre sus tormentas de refrenar su angustia cuando hablaban en verso, tal vez para sanar de su dolor: y como un bisturí, la pluma iba hilvanando un consuelo al domeñar las bridas de los desbocamientos de la mortalidad. La pulsión compulsiva elige el ritmo, el léxico, la fonética... para liberarse de la carga doliente y pasional ("Cargado voy de mí doquiera que ando...") del olvidado Boscán. Unas veces el poema fluye como un torrente dominado, otras igual que una tristeza madejada.

Un poema de Gil de Biedma (confieso que lo culpo, junto a otros, del posterior pollinismo del lenguaje poético) afronta con  senequismo el tránsito del vivir:
                          NO VOLVERÉ A SER JOVEN

Que la vida iba en serio

uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.


Dejar huella quería

y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.


Pero ha pasado el tiempo

y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

En mi última infancia adolescente mi indefensión optó por refugiarse en la soledad y en el silencio. Allí, sin dioses y sin hombres, desde un infierno que vislumbraba edenes, bajo una escalera de vecinos, fui descubriendo libros; y música y pintura. Sembré semilla y frutos en la pluma, sin determinación y como única trinchera, para poder decirme un día que no hay más destino que la voluntad; de allí manaron, tras muchos años y palabras frágiles, algunos textos consolatorios en los que la muerte sueña con defenderse de sí misma resucitándose en sonrisas: 

ONIRIA.COM


La soledad devasta. En ella, la tristeza
anida su dolor. Y la alegría
se convierte en fatal melancolía
que vuelve podredumbre la belleza.


El mundo se oscurece. Y cada día empieza
como una noche oculta.
                                              Yo era joven.

                                                                        Un día
ella murió; murieron mis anhelos; moría
la voluntad ―el sueño, la firmeza.


Fueron tiempos de furia y de desolación.
Cada instante era en mí como una despedida;
y cada amanecer, un sol amortajado.


He vuelto a sembrar luz sobre mi corazón.
Las semillas arraigan. Reflorece la vida.
La primavera invade mi corazón helado.


Semejante esperanza de superación hay en este poema de Antonio Moreno: en él, el trato conversacional y manriqueño con la muerte hace que esta se suavice y nos permita reconocernos hijos del tiempo innumerable:
TIEMPO ATRÁS


Mi muerte, tiempo atrás, solía visitarme.
Al principio acudía sin respetar las horas.
Jamás consideraba ni el lugar ni el momento.
Con brusca sacudida, lo mismo que al soldado
al que privan de sueño para ir al combate,
venía algunas noches mostrándome su abismo.
Yo, mi vida, mis cosas, yo desaparecía
vertiginosamente, borraban mi existencia.
Y así es como quedaba hasta el amanecer,
igual que ese soldado que escucha los silbidos
de las balas y marcha temblando a las tinieblas.
Tratándola aprendí a escucharla con calma.
Vi que su soledad era igual que la mía,
que nada más buscaba un poco de amistad.
Comencé, pues, a hablarle sin temor, a tratarla
con el mismo cuidado con que se guía a un ciego;
le describía todo aquello que estimaba,
los juegos de los niños, el brillo de las tejas,
la variedad del mundo reunido en los mercados,
los horizontes anchos y nuevos de noviembre,
la danza de la luz invernal en las olas,
y también las mil formas en que se halla el silencio.

Cuánta dicha: sin darme cuenta, perdía así
de vista a aquel soldado que avanza por la noche.
Aquel yo, aquel soldado y hasta mi propia muerte
-que ya no me visita- han desaparecido.
Toco mi eternidad en la vida que pasa.                                                                                        
                                                                         
Ese es el consuelo que nos da la pluma: cómo el arte mitiga la existencia: antes de mí, después de mí, todos murieron de la misma muerte, y todos morirán del mismo modo: abrazándose irremediablemente al principio de supervivencia. Constatando que la fiel Naturaleza se contradice a sí misma. Aceptando "que la muerte es el fin que hay en todo principio". Diciendo: qué sinrazón, morir. Pero envainada su tragedia: no sin haber amado mucho la vida que nos lleva hacia la muerte.


(Y no obstante: ¿Existe algo que acongoje más el corazón, y sea aún más fúnebre, que la muerte? Creo que sí, aunque la respuesta sea de Pero Grullo:


                                   Brueghel: El triunfo de la muerte