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miércoles, 12 de junio de 2013

La cólquida de Oniria

Ravel: Pavanne

Salimos un día de primeros de Julio -Miguel Ruiz Martínez y yo, parece que hace siglos-, con 700 pesetas y una pequeña bolsa que contenía otros pantalones, otra camisa, otros menesteres. Durante casi un mes, rodeamos la España de aquel tiempo: desde Orihuela a Zaragoza, Huesca, el norte, Burgos, Soria, Salamanca, Toledo, Badajoz, Sevilla, Córdoba, Granada... Nos bañamos en el Ebro, nos sorprendimos ante la ermita de la Virgen Violada, el Monasterio de piedra, la Casa de la Muerte, El Acueducto, La Giralda... a veces pasábamos 6 ó 7 horas antes de que algún automovilista nos recogiese. Nos llevaron en carro, nos alimentamos de zarzamoras, el sol nos torturó la piel, dormimos en el Generalife, entre las ramas y las sierpes, comimos bocadillos de "pipas", tuvimos hambre y sed, queríamos conocer y matar sueños, buscábamos la luz. 

Éramos como ulises transterrados. Memorable es el trayecto de Ávila a Toledo: todo un día para unos pocos kilómetros en diferentes medios de locomoción, incluida la aventura andariega. Todavía resuena el canto de un carretero anciano que me recogió y que cantaba como el joven más joven unos versos que en mi memoria perduran de este modo: ¡María, si vas al baile / y te preguntan por mí, / diles que estoy en el cielo / por el beso que te di!  

¿De dónde nos llegaba tanta energía? Creo que, en mi caso, de -así lo llamaré- mi espíritu luzbélico. Porque

En Ávila, mis ojos.

Mi demonio interior me empujó a perseguir una tumba que no llegué a encontrar, ni con ayuda del sepulturero, quien no quiso mostrarme el libro de los muertos. Miguel me recordaba el episodio hace poco (¿o fue Juan Cantero Casado, hablando de otro viaje con él?): una fotografía en la que yo posaba, estúpidamente crucificado, en una cruz del cementerio. 

Buscarle un rostro a la muerte para exorcizarla. Qué locura doliente, aquella extravagancia, menos juego que ira. Y es que

En Ávila, mis ojos.