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domingo, 22 de septiembre de 2013

La inefabilidad de quienes callan (Libros recibidos, XXIX)

VIDA CALLADA
Autores Varios
Pre-Textos

Ketelbey: En el jardín de un monasterio

"Libro unitario donde los haya", me digo al terminar la lectura de Vida callada. Libro de poemas, no de poetas, como he creído siempre que debe ser una antología.

Necesarias son las antologías: como selección de lo múltiple y como desbrozadoras de la excesiva arboleda que no deja ver el árbol. Pero el peligro de las antologías coetáneas consiste en que ofrecen un panorama de lo que hay, desechando el criterio de lo que probablemente quede y, por lo tanto, lo que debería haber. Son un tributo a la coyunturalidad. Sin embargo, no es difícil -pocas veces es fácil- averiguar el camino de la tradición y, por ello, deducir cómo es probable que continúe andando: basta con mirar las huellas de su devenir, y las que han quedado al margen como sendas perdidas, para descubrir que la tradición es un camino que anda. Y que la escritura de las esencias se pierde cuando se detiene en las circunstancias: cuando el yo auténtico se diluye entre las bambalinas de lo cotidiano intrascendente. Necesita el yo abismarse en sí mismo para esencializarse y autoidentificarse: para hallar el paraíso del sosiego, el secreto seguro y deleitosoel íntimo lugar del regocijo. Se precisa una ascesis vital y expresiva.

Como digo, no es la aquí recogida una nómina de autores, sino de poemas que ni siquiera pretenden ser representativos de quienes los construyeron: significa que el criterio es el de la densidad lírica, no el de la congregación o dispersión autorial, generacional, grupuscular. Y tampoco es estrictamente una relación de poemas, sino de algunos que tratan el tema de la vida retirada: la alabanza de la aldea del corazón, no de la aldea global (que, en mi opinión, tanto daño hace a la poesía con su mester urbano, juglaresco de lo frívolo y estupidizante). No hay aquí una musa con vaqueros, ni con esmoquin, ni hay saltimbanquismos dictivos, ni filosoferías, ni populachismos, ni praxis en los taxis o en los bares, ni florilandias de versofagiadores. 

Es este un libro de poesía meditativa. Y quien medita sobre lo intuido en un asalto de la irracionalidad más celestial necesita el apartamiento, el ensimismamiento, el silencio interior en el que solo se oye el pálpito sin verbo, la inefabilidad de quienes callan aunque el tráfago del mundo los empuje o arrastre hacia la muchedumbre. 

Antonio Moreno (impulsado por Josep María Asencio) ha recogido 50 obrecillas de estirpe frailuisiana que se les han ido cayendo de las manos a sus autores porque habían vivido calladamente, retiradamente, con el corazón, y luego con la pluma, lo que escribían: poemas vislumbradores de la experiencia interior en busca del locus amoenus apenas apresable. Detrás de tales textos están los mundos de Horacio, el menosprecio de corte de Antonio de Guevara, Fernández de Andrada, Luis de León, Yepes... reciclados por el matiz y estilo de cada autor, asomado aquí siempre, en mayor o menor medida, al espiritualismo abisal. 

En verdad, poca distancia existe entre la experiencia mística y el estremecimiento y fascinación de Einstein al contemplar la fuga cósmica, las líneas de fuerza de Faraday, los vórtices del firmamento de Van Gogh o el 3º movimiento de la Novena de Beethoven: todos son éxtasis, clarividencias de la plenitud. Ninguna diferencia hay entre la semilla artística de Miguel Ángel, Wagner, Dante, Freud … Solo cambia la estrategia del lenguaje: verbal, musical, plástico… Todas estas "visiones" tienen un factor común: necesitan un espacio interior e incompartible, un alejamiento del mundanal bullicio para oír su voz, un silencio íntimo en el que percibirlas. Necesitan el saber ver de quien las mira. Y este saber ver exige una vida callada en la que se gesta y se expresa su revelación. 

Y eso es lo que convierte en adyacentes estos poemas y da unidad a la antología: son aproximaciones a la clarividencia del yo edénico.

Un libro, pues, este de renuncia y desasimiento, definitorio del íntimo silencio (es decir: de la contemplación para la revelación), de esos instantes en los que, a pesar de todo, se hace verbo la mística y brota su vagido. Una defensa, casi un manifiesto, del hombre todavía metafísico (y, quiero creerlo, condenatorio del ruido del mundo y las poéticas del día a día). He aquí los nombres de sus sentidores (creo que el antólogo no debiera haber renunciado a incluir un texto propio) en el orden en el que aparecen en el índice: 

Corredor-Matheos, Gil-Albert, A. Trapiello, A. Valverde, Sánchez Rosillo, E. Baltanás, González Iglesias, A. Crespo, J. L. Parra, Ada Salas, M. López-Vega, E. García-Máiquez, A. Cabrera, J. L. Vidal, A. Colinas, A. Carvajal, J. A. Valente, A. Gracia, C. Rodríguez, V. Valero, Benítez Ariza, E. García, L. Oliván, J. Rubio, J. M. Álvarez, C. Simón, V. Gallego, Miguel d'Ors, R. Molina, J. V. Piqueras, Rodríguez Marcos, T. Segovia, Pérez Leal, M. Míguez, A. Neuman, J. A. Muñoz Rojas, C. Marzal, A. García, L. Rosales, J. García-Máiquez, Sánchez Robayna, J. C. Llop, R. Guillén, Susana Benet, F. Brines, J. Mateos.