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viernes, 31 de enero de 2014

Previniendo el futuro (6)

Debussy: Arabesque, 1

      El mundo, en general, es bueno; y lo sería más si algunos no se empeñaran en emponzoñarlo. Sumadas de una en una, hay más personas bienintencionadas que malintencionadas: hay quienes tienen como premisa que los otros son honestos, y hay quienes desconfían por principio de los demás: cada uno piensa del otro lo que no quiere reconocer de sí mismo. La ira -cualquier pasión- se alimenta a sí misma si no la atajamos. Algunos dicen de los coléricos que “tienen mucho carácter”, cuando en realidad manifiestan muy mal carácter. Si la prudencia y la templanza fueran pilares de nuestro comportamiento habría menos heridos en esta extraña paz llamada sociedad.
      ¿Quién es más dichoso, el que se sabe rodeado de inocentes o el que da por supuesto que vive entre culpables?
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Previniendo el futuro (1) 

Previniendo el futuro (2)

Previniendo el futuro (3)

Previniendo el futuro (4)

Previniendo el futuro (5)

jueves, 30 de enero de 2014

Félix Grande: Recuerdos de infancia



Una de las primeras páginas de este blog trataba, hace dos años, de la poesía completa de Félix Grande. Hoy ha muerto. Valga el siguiente enlace como recordatorio de su vida.
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Previniendo el futuro (5)

Prokofiev: Los caballeros

¿Qué hacer cuando, inesperadamente, todo se vuelve contra nosotros y el mundo parece un lugar inhabitable? ¿Despreciar como nos desprecian? ¿Actuar como si la mejor defensa fuera el ataque? ¿Crear mayor violencia respondiendo a la de quien nos hostiga? Solo en tiempo de paz vemos la verdadera dimensión de la guerra y sus estragos, sea entre individuos o naciones. Así que cuanto antes desterremos la agresividad, recurramos a la templanza y pacifiquemos los impulsos, antes el corazón dejará libre la conciencia para que su visión sea equilibrada.
       Por ejemplo: cuando se nos insulta, tenemos dos opciones: sentirnos insultados -porque nos sabemos culpables- y responder insultando -como un acto reflejo que la imperante ley de la fuerza aplaude en esta sociedad- o detener la compulsión agresiva porque nos sabemos inocentes y porque, en cualquier caso, no hay mayor ofensa para el agresor que la indiferencia. 
       Las guerras literarias, por ejemplo, siempre enconan la pluma, y Quevedo, sitiado por todas partes y sitiador de todos, escribió: 
             Muchos dicen mal de mí 
             y yo digo mal de muchos; 
             mi decir es más valiente 
             por ser tantos y yo uno.

       Pero el silencio desarma al que grita, como el gesto pacífico desconcierta al violento. Cuando alguien nos chilla es difícil oírlo, por más que los oídos se estremezcan ante su pataleo. Y aun, si acaso lo oyéramos, ¿qué decir? La sociedad prefiere una mentira convincente a una pobre verdad. Además: la valentía no consiste en luchar contra la necedad, sino en mantenerse al margen de ella, digan lo que digan cuantos nos rodean: ¿no es preferible ser nadie en un mundo en el que ser alguien significa haberse vendido a las estratagemas y las convenciones de la fama o el cotilleo?

martes, 28 de enero de 2014

Elogio de las ínsulas

Todos tenemos un espacio interior incompartible incluso por el ser más amado. Quien no respeta esa isla, por muy grande que sea, debe saber que está tejiendo su propia expulsión y su naufragio.
En la íntima isla solo habita el yo; y solo el yo puede invitar a quedarse o compartirse. Cuando cualquier otredad se le intenta imponer, desaparece.

lunes, 27 de enero de 2014

Libros recibidos (XXXII): Porfirio Mamani Macedo

Amor en la palabra
Porfirio Mamani Macedo
Éditinter.


Una cascada de amorosas palabras fluye en este libro, formado por 77 poemas en prosa peruana y su traducción francesa: como una catarata de 77 saltos. En ellos la efusión amorosa avanza apenas sin moverse: como si el abrazo soñado por los cuerpos no pudiera cumplirse o desembarazarse uno del otro. 
     Sentimiento y mirada, reiteración amplificada de cuanto siente el corazón y contemplan los ojos son los principales elementos con los que se construye el poema -o los poemas, si se prefiere-. Un léxico insistente conforma estas variaciones sobre el amor lejano. La unión de los amados es tan densa e indisoluble como el ir y quedarse y con quedar partirse de Lope, o su descendiente me voy, amor, me voy pero me quedo de M. Hernández. 
     Poesía del tacto en la distancia y el deseo expectante, la estructura del libro me recuerda la frase de Pascal el río es un camino que anda, y aún más al Gerardo Diego del "Romance del Duero": Quién pudiera como tú, / a la vez quieto y en marcha, / cantar siempre el mismo verso, / pero con distinta agua. Y, efectivamente, un puñado de palabras elegidas, a modo de permutaciones y en actitud de siembra y recogida, van repitiendo en diferentes pero similares construcciones el canto del amor, no su elegía: a pesar de que lo que se canta es la nostalgia de un presente eglógico aún no sucedido y acaso insucedible.

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Un poema de Porfirio Mamani Macedo 



domingo, 26 de enero de 2014

Honegger: Pacific 231

Honegger: Pacific 231

Algún oyente se extrañará ante esta pieza por ruidosa y "poco musical", como ocurrió con La consagración de la primavera, entre otras tantas, diez años antes. Otros oyentes pensarán que quien utilizó este "movimiento sinfónico" de Honegger para ilustrar unos cuadros no acertó demasiado.
Cuando los Lumiére, en 1896, proyectaron sus imágenes de un tren, los espectadores echaron a correr porque sentían que aquella masa de hierro los iba a atropellar. Empezaba el cine mostrando la realidad y compitiendo con ella:
Lumiére: Llegada de un tren

También la música tiene su vertiente descriptivista. Y ejemplo de ello es este retrato de Honegger titulado Pacific 231:

"Retrato" de un tren desde que arranca lentamente hasta que es lanzado al galope como una fiera a toda velocidad y vibran todos sus enseres y artefactos, tal como detalla esta visión fílmica, y frenética, de Jean Mitry (desde el minuto 2:35):
Honegger / Mitry

Otra versión más lenta y menos ilustrativa:

Seguramente era un tributo al progreso, haciéndose eco de Marinetti: "Un coche de carreras es más hermoso que La victoria de Samotracia".
He aquí cómo los diferentes instrumentos traducen la carrera trenística y cómo la orquesta desbroza sus sonidos:

sábado, 25 de enero de 2014

Un poema de Porfirio Mamani Macedo (Antología, CLVII. Segunda Serie)

Gluck: Orfeo y Eurídice

Carta a una extranjera imaginaria

Recojo estas palabras del silencio que me abrigan,
en tu ausencia; hoy cuando camino
por los laberintos que habitan las ciudades.
¿Dónde estarás tú, extranjera, hoy cuando te escribo ?

¡Cómo no imaginarte, lejana y dulce,
apasionada y triste, por las orillas de este río!
Allá estarás tú, en el extremo de la tierra,
esperando la voz, ésta que te busca entre las gentes.

No son sólo los mares los que dan reflejo
a tus cansado ojos, son también
los espejismos que cubren los desiertos.
Siento que los vientos australes me alargan tu mirada.

En tu mansa cabellera se pierde mi silencio,
hoy cuando llueven inquietudes en mi pecho,
hoy que llevo mi cara de triste caminate;
mas por allá va una estrella buscando su destino.

Tan lejos están tus pasos de los míos,
tan lejos tu mirada de la mía,
tan fundida va la sombra en la sombra;
pero los corazones, envueltos de esperanzas, 
borran inmensidades.
Porfirio Mamani Macedo  
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viernes, 24 de enero de 2014

La inteligencia de la sensación

Beethoven / Liszt / Gould: Sinfonía Pastoral

La poesía -todo arte- es sutileza, insinuación más que dicción abrupta. Puede pensarse que para nada interviene el intelecto: y es todo lo contrario: sobre la sensación, inesperada o buscada, la mente debe trabajar hasta tachar los parásitos que acompañan todo impulso: matizar y tallar el diamante que al fin debe quedar como obra imprescindible. 
Ni la ebriedad ni la asepsia verbal. El arte necesita la artesanía del refundidor perfeccionista y la contemplación del visionario.
Sin clarividencia e inteligencia para contenerla no hay arte.  


jueves, 23 de enero de 2014

III. Ana Belén Rodríguez de la Robla: HETERODOXIA Y AGONÍA EN EL POETA ANTONIO GRACIA (III)

CONFERENCIA: UN DESTRÓZATE MÁS UNA HEREJÍA»
HETERODOXIA Y AGONÍA EN EL POETA ANTONIO GRACIA (III)

III. Palimpsestos y blasfemias
Palimpsesto es la supremacía de las posibilidades del poema como arma arrojadiza contra Dios y contra el mundo. Pero Palimpsesto es también la sepultura del autor, la negación del poema, la insatisfacción del hombre, el dolor de someterse a la escritura, la confusión entre escribir-vivir-morir. Ya en La estatura del ansia había algunas sugerencias que apuntaban en este sentido (verbigracia, en «Mosha Bieda» se declara que «el verso es un cáncer»: es decir, algo con vida propia, algo que, paradójicamente, crece a costa de la vida que succiona al cuerpo al que acaba por matar).
        De Palimpsesto se ha dicho que es la construcción de una muerte literaria; algo con lo que yo no me muestro muy acorde. La boutade de aparentar su defunción Antonio Gracia en la solapa del libro, de dedicarlo fúnebremente a su memoria y a la vez de subtitularlo «Postumario», a la manera de un legado poético que al azar se descubriese para un hipotético lector de poesía (o quizá nadie), es una más de las muchas máscaras que encantan al poeta, pero desde luego no un motivo suficiente para pensar en un contenido coherente con tal definición. El palimpsesto, en todo caso, en tanto superficie que se borra y se re-borra para recibir nuevas palabras, designa las diferentes reescrituras de la historia literaria. Y con esta idea enlaza a la perfección la mención que hace al plagio Antonio Gracia en las páginas con que encabeza su versal testamento de difunto poemático.

       Gracia llama impropiamente -y a propósito- plagio a los versos que a la luz y sin alevosía toma prestados de otras plumas, llama impropiamente plagio -y a propósito- a la reescritura que de ellos hace en sus poemas y al sentido nuevo -o ancestral, más bien- con que los dota para buscar nuevas respuestas (¿para buscar nuevos tormentos?). Hölderlin entendía esto muy bien cuando decía que «la literatura, en su fluir, hace mutar la esencia del mundo» (3)…
     En «Poème d’un autre», Garcilaso (entre otros varios: Quevedo, Lope, Poema de Mío Cid, canciones de amigo…) presta su voz «al otro» (al mismo) Antonio Gracia para dibujar una identificación blasfema entre la creación literaria y la creación divina, y para señalar al tiempo lo inútil de semejante espejismo:

si de mi baja lira tanto pudiese el son
escribiría un verso como una guadaña
donde apoyar este cuello que iergue el fraude de mi mente
obstinada en ser dios o en ser poema
inédito   creador   definitivo

La fuente en la ceniza

     La imagen del verso como guadaña guarda parentesco con la del «verso cáncer» que figuraba en «Mosha Bieda» y que antes mencioné, o con la del «verso bisturí» que aparece, por ejemplo, en el poema «Stigma». Por otra parte, es detectable una distancia entre el poema (las sacras, «genitales leyes del poema» que se mencionan en «Incunable») y el hecho yermo de escribir, y por supuesto entre el poema y el vivir; no existe una identidad entre ambas realidades, con lo que ello supone de laceración personal para el autor, o al menos de duda constante y tortuosa. Antonio Gracia, dios y criatura, muerto viviente y vivo muriente, lienzo raspado hasta la sangre para recibir palabras de otros, trabaja masturbatoriamente esas palabras para perfilar un retrato de sí propio. Pero el fracaso acecha en los recodos inmediatos del poema; así en «Onanismo»:

todo poema tiene la forma de mi rostro
o me mira diciéndome que debiera tenerlo
yo esculpo miembro a miembro los versos biselados
persiguiendo lo exacto de todo autorretrato
a veces las palabras hacinadas
levantan su estatura y me muestran su autopsia
yo devuelvo el cadáver a su féretro
después de haberme muerto un poco más
medito la estructura de mi muerte
y me ubico de nuevo en la punta de mi pluma
como un jíbaro terco e insaciable
o regreso a mi mente observándome si
todo poema tiene la forma de mi rostro
o me mira diciéndome que debiera tenerlo

De este modo, la soberbia actitud del creador poético resulta a la fuerza un poco histriónica, un tanto patética por sufriente y lastimera. Dios es una infamia pero el poeta es tan sólo una caricatura escueta, un manipulador de sombras como paupérrimos designios de los hechos y las cosas, según Demócrito quería. Esta inutilidad, esta «impotencia» última de las palabras, se anuncia en «Hordas»:

alguien que puso nombres a las cosas
el vértigo inició de un cataclismo
que llega de metáfora en metáfora
a engendrar esta afasia literaria
tras la que cualquier verso es la parodia
de un hombre disfrazado de creador:
y de hombre en hombre el gesto mudo avanza
hasta mí como un cónclave de muerte
o suicidio o grotesco verbalismo
que llega de impotencia en impotencia
a engendrar esta afasia literaria

      La herejía del libro, no obstante, prevalece por encima de la conciencia de la palabra falaz o insuficiente. En el poema «Palimpsesto» hombre y dios se enfrentan hasta confundirse mutuamente, hasta hacerse carne arracimada, hasta compartir el verbo miserable y sus humores. De esa escatológica fusión surge el poeta, que se permite fustigar a un dios menor fustigándose a sí mismo:

el hombre es la autocrítica de dios
[…]
el éxtasis del verbo eyaculado
limítrofe de dios y de satán
[…]
el hombre es la autosátira de dios
[…]
el hombre es la eutanasia de un tal dios

Lo que es el paso previo necesario para lograr al fin supeditar la idea consoladora de Un Tal Dios a la idea tortuosa del Hombre Que Escribe.
Ana Belén Rodríguez de La Robla
Universidad de Cantabria (España).
Miembro de la Junta de Gobierno de la Sociedad de Investigación
Menéndez Pelayo (Santander).
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miércoles, 22 de enero de 2014

II.- Ana Belén Rodríguez de la Robla: HETERODOXIA Y AGONÍA EN EL POETA ANTONIO GRACIA (II)

CONFERENCIA: UN DESTRÓZATE MÁS UNA HEREJÍA»
HETERODOXIA Y AGONÍA EN EL POETA ANTONIO GRACIA (II)

II. El ansia o el infierno
La estatura del ansia es la estatura herética -incluso heroica- del endemoniado que, no obstante, sufre y lucha: heterodoxia y agonía. El ansia del rebelde de no darse por vencido.
    La herejía del ángelantonio-des-graciado, arrojado del paraíso de la vida al infierno de las letras. La expiación de los dogmas inconcusos que eran benefactores del pasado. Antonio Gracia dice: «Por educación, respiré la atmósfera cristiana; por inconformista y vitalista, me repugnaba esa tenaza. Muchos de mis escritos son rompimientos de esas cárceles, chirridos de los fantasmas que siempre quedan en los castillos de la infancia» (2)
        Otra manera de expresar el rechazo de la moral judeocristiana del camello y la muerte de Dios a silabazos. Sin embargo, en esta lucha de índole nietzscheana, la aparición del superhombre se frustra, no cuaja: ¿tal vez porque tampoco la muerte de Dios llega a consumarse por completo? En su «Biografía» poética, Antonio Gracia admite la dureza de esta consciente agonía:

[…] Dije: «Dios,
que tal vez no existes, rompe
mi vida que engendró tu contingencia,
dame llanto para lavar mis ojos ciegos
a fuerza de mirar por dónde vienes,
derrámate en la lluvia, cae, bautiza
de fe mi corazón sediento».
Fue entonces cuando un dardo de tinieblas
me hirió, cegó mis ojos para siempre.



   La escatología como particular manifestación de irreverencia religiosa es uno de los métodos estéticos y antiéticos preferidos por Antonio Gracia, método que adquiere plena voz en La estatura del ansia, pero que también conoce una digna prolongación en Palimpsesto. Quizá uno de los poemas más representativos de este aspecto sea «Antonio Gracia en los infiernos», evocador, como puede suponerse con facilidad, de un descensus averni más célebre pero seguramente menos lacerante. En este caso, la catábasis la protagoniza un «precursor» sui generis, un cristo-poeta (no perdamos de vista esta identificación, que Gracia reiterará compulsiva y heréticamente) un tanto endeble, ni siquiera resurrecto, desprestigiado por sus dudas y su carne terrenal. Como en el más complejo cuadro del Barroco, seres espeluznantes de iconografía completamente pervertida van superpoblando la escena poética hasta perfilar con su horror vacui un auténtico y desolador Apocalipsis bajo tierra. En la retina obstinada del Mesías fracasado se dibuja la imposibilidad kafkiana de matar al padre-dios que, seminal y despóticamente, ejerce con su vida la blasfemia:

Al tercer día no resucité.
De pronto me sentí como un naufragio,
y entre las olas mi ceguera incierta
miraba crisantemos en el fuego,
un túnel sin tiniebla, estrellas rotas
y a Dios besando un labio de Satán.
Había una mujer de fuego amando,
ángeles trepanados, santos rubios,
muertos que resucito en mi memoria,
vírgenes antropófagas y oscuras,
cruces desordenadas y una lluvia
como una sensación de amor profundo.
En las cenizas del volcán eterno
se levantaba triste y melancólico
un pecado con forma de varón.
Después volví a subir como un ahogado
al mástil de la vida, y no recuerdo
más que una obstinación en la mirada
y la eyaculación de Dios sobre la Virgen.



       Esta demoledora -desfascinante, diría Cioran- imagen de Dios se define un poco más en «Sharon Tate no pudo amarme». Aquí el poeta no sólo tutea al divino genitor, sino que además confina su poder al dominio de los muertos, transgrediendo con ello la construcción tradicional de Dios como dador de vida. Heterodoxia tanto o más osada que las anteriores. Y todo ello en virtud de un mito que sólo lo es en la memoria, en la fugaz estrella del deseo. Aunque al final todo es un grito de protesta, inútil sublevación de un soberbio ángel caído:

…un cardenal me dice la vida viene luego,
quiero creerlo quiero que esté loco quisiera
emancipar de Dios todo lo vivo,
permitirle reinar sobre la muerte,
tal para cual oh Dios qué bien me expreso…

   Esta irritación mal contenida contra Dios y lo que convencionalmente representa es probablemente uno de los temas esenciales en La estatura del ansia, plasmado en la forma de una contumaz y agria desmitologización. El ansia de ser hombre y no por ello dejar de ser libre... Más tarde, la lucha contra Dios va a matizarse, a transformarse en un enfrentamiento de creación a creación (la palabra contra la vida o viceversa), entre la fe ciega y balsámica y la intelectualidad inquieta y con frecuencia descorazonadora, inaprensible.
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martes, 21 de enero de 2014

I.- Ana Belén Rodríguez de la Robla: HETERODOXIA Y AGONÍA EN EL POETA ANTONIO GRACIA (I)

CONFERENCIA: UN DESTRÓZATE MÁS UNA HEREJÍA»
HETERODOXIA Y AGONÍA EN EL POETA ANTONIO GRACIA (I)

I. La crucifixión y la herejía
Las páginas que aquí comienzan se suponen dedicadas a un precursor, a un marginal, a un heterodoxo; así lo impone, al menos, el título genérico de este volumen (Precursores, marginales y heterodoxos. Las razones de la sinrazón poética). Cuando leí el calificativo «precursores» me pareció el asunto un tanto irónico por lo que el término «precursor» implica en sí: el precursor, por su étimo obviamente latino, es «el que abre camino»; pero, además, el vocablo «precursor» es de acuñación medieval y designaba, como no es difícil suponer, al aperturista de caminos par excellence: Jesucristo, claro está. Hasta el siglo XVIII no empieza el término a adquirir la acepción que hoy nos resulta más familiar: esto es, la de aquel que encabeza una renovación, posteriormente generalizada, en cualquier campo que atañe al enriquecimiento del espíritu. Así que pensé en Antonio Gracia como Jesucristo y no pude evitar esbozar una sonrisa. Aunque sin desechar la imagen de un crucificado, que creo que no es completamente ajena a nuestro poeta. No como un crucificado ad litteram, por supuesto, sino como un crucificado un poco hereje, un poco rebelde, un poco insano, que le saliera contestón al Padre Dios (probablemente Gracia lo escribiría con minúsculas). Me acuerdo también, y casi sin quererlo, del altivo Crucificado nietzscheano…
      Así pues, Antonio Gracia: precursor -Jesucristo- heterodoxo (lo de marginal me sobra, por redundante). No está nada mal el oxímoron si pensamos que heterodoxo es todo aquello -o todo aquel- que se aparta de cualquier doctrina tenida por verdadera (María Moliner dixit y también, evidentemente, la propia etimología del vocablo). En todo caso, a mí, mejor que el de «heterodoxo», me apetece más el término de «hereje» por más completo y sugestivo y connotativo al máximo. Si se me permite parafrasear un poco más aún a doña María, el hereje es el heterodoxo, pero también el renegado, el sectario, el acéfalo, el iconoclasta, el irreverente, el iluminado, el blasfemo, el apóstata. Podría añadirse incluso (esto no lo dice la sabia Moliner) al transgresor, al maldito y al soberbio. Casi nada. O sea: de todo un poco.
       Imagino que no menos cabe esperarse del hombre que comete herejía contra su propio nombre, como culmen -y abominación al tiempo- de todos sus heréticos excesos anteriores. Antonio Gracia se sumerge en la piel del muy oscuro poeta -indoeuropeo, por ejemplo- Angrac Ianto para admitir en alta voz la flagrante excomunión que venía padeciendo su poesía desde muchos años atrás. Pero vayamos por partes.
          El periodo de crisis herética aguda cabe situarse, dentro de la producción poética de Antonio Gracia, esencialmente en tres poemarios: La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980) y Los ojos de la metáfora (1987). Tres poemarios sucesivos que, entre publicaciones varias en revistas dispersas y pliegos más o menos descabezados (también acéfalos -heréticos-, por tanto), acabaron por reunirse, junto a unos poemas que pasaban por allí (reunidos bajo el epígrafe «Iconografía del infierno»), en la antología Fragmentos de identidad (1993). A pesar de la distancia temporal existente entre los tres poemarios (distancia que, no obstante, Gracia sobreescribió con otras producciones, incluso en prosa, dentro de los ámbitos de la novela corta o el ensayo), resulta bastante explícita la conexión temática y formal entre ellos, aun con sus lógicas diferencias. Su propia inclusión en una misma antología es bastante elocuente al respecto, y lo mismo cabe decir de sus libros posteriores -desde Hacia la luz (1998) hasta Por una elevada senda (2004)-, en que puede rastrearse una afinidad no vulnerada hasta el instante.
      Es probable que la apostasía de Antonio Gracia comenzara con su sutil -o brutal, más bien- desentendimiento del mundo. Un desentendimiento que atañe lo mismo a su propia consideración como poeta que al destino que ha querido conceder a sus poemarios. Todavía no hace mucho (menos de dos años), Gracia contestaba contundentemente a una pregunta mía, en una entrevista realizada con motivo de la aparición de El himno en la elegía (2002)
        «Yo no me dedico a la poesía, no soy un ‘poeta’, ni un escritor». 
      A la negación subseguía, en orden invertido, la correspondiente tesis: 
          «Soy una pregunta tratando de responderse a sí misma». 

       Está bien claro. Y me doy cuenta entonces de que todo encaja, porque siempre he pensado (mucho antes de estas páginas que ahora escribo) que, si hubiera que dotar de un símbolo gráfico a la herejía (al modo en que Pierce entendía la simbología), el trazo ideal sería el de un signo de interrogación.
    La «carrera literaria» del no-poeta también merece unas palabras. Inscrito por cronología dentro de los límites del «grupo» de los 70, Gracia practica una estética que poco tiene que ver con la de los gritones chicos de Castellet, tampoco con la de sus inmediatos sucesores. Los vínculos remotos que quieran poder establecerse quedan restringidos a los casuales encuentros estilísticos puramente derivados del ejercicio de la palabra en cualquier tiempo y lugar. En la atinada introducción a la antología Fragmentos de identidad, firmada por Ángel Luis Prieto de Paula, apunta éste algunos rasgos de ciertos coetáneos de Gracia que pueden rastrearse en él: autodestrucción (al estilo de Panero o Aníbal Núñez), asociaciones surreales (Martínez Sarrión), geometría estructural (Siles), mitología generacional (como en el poema «Sharon Tate no pudo amarme») 1. Sin embargo, ninguno de estos rasgos parece esencialmente definitivo. La autodestrucción adquiere unos tintes absolutamente personales por escatológicos e irreverentes en la poesía de Antonio Gracia, la geometría estructural no parece enseña específica de un solo poeta, lo surreal en Gracia a mí se me antoja muy difuminado y, en cuanto a la mitología generacional (y cinematográfica, por añadidura, fiel a los dictados de Castellet), no parece que la presencia de un solo poema sea suficiente para resultar una influencia decisiva (¿no pesa acaso mucho más, por extensa y por intensa, la desmitología sensualmente ancestral de «The lady of Ilici»?). El hereje estético que es Antonio Gracia sigue, para bien o para mal, las reglas eleusinas de su propia secta literaria, que es el mundo.
          ¿Y los libros, entre tanto? 

lunes, 20 de enero de 2014

No es autosuficiencia, sino escudo.

Ives: Sinfonía nº 2

Es cierto: no he concedido mucho tiempo a los demás. Sin embargo, cuantos guardan luto, sufren una catástrofe o afrontan un dilema necesitan un tiempo de soledad para reordenar sus sentimientos e ideas a fin de sobreponerse a la alergia circunstancial que les produce el mundo. 
También yo. 
Discúlpeseme, o entiéndase, mi fuga del mundanal bullicio, y la escasa compañía que he dado: durante toda mi vida he necesitado soledad para sobreponerme a mi propia muerte cotidiana, reconciliarme con el hecho de existir y amar el mundo; aún no lo he conseguido. Tal vez aún haya tiempo...
No es egoísmo: es solitariedad.


domingo, 19 de enero de 2014

La escritura de Oniria


«Yo no me dedico a la poesía, no soy un ‘poeta’, ni un escritor. Soy una pregunta tratando de responderse a sí misma para hallar la respuesta idónea. 
 Me siento como un griego perdido en este
siglo. Creo que la poesía es necesidad irrefrenable de decirse para identificarse. Cuando escribo traduzco desde un idioma que no conozco a otro que también desconozco y no acaba de crearse hasta que la pluma se detiene. Yo escribo para salvarme. Nada tiene que ver la escritura con la publicatura. En la primera intento decirme; en la segunda es el lector el que tiene que encontrarse. 
Me bastaría con que, después de una leve vida, un lector lúcido salvara dos o tres de mis poemas».

Eso repetía Oniria, hermosa entre las bellas, aunque no la creyesen quienes buscan la clámide famosa. Y en los claustros del Palacio de Anaya, desde el 8 de marzo del 68, la lluvia continúa cayendo inexorable. Inexorablemente hacia la muerte.