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martes, 21 de enero de 2014

I.- Ana Belén Rodríguez de la Robla: HETERODOXIA Y AGONÍA EN EL POETA ANTONIO GRACIA (I)

CONFERENCIA: UN DESTRÓZATE MÁS UNA HEREJÍA»
HETERODOXIA Y AGONÍA EN EL POETA ANTONIO GRACIA (I)

I. La crucifixión y la herejía
Las páginas que aquí comienzan se suponen dedicadas a un precursor, a un marginal, a un heterodoxo; así lo impone, al menos, el título genérico de este volumen (Precursores, marginales y heterodoxos. Las razones de la sinrazón poética). Cuando leí el calificativo «precursores» me pareció el asunto un tanto irónico por lo que el término «precursor» implica en sí: el precursor, por su étimo obviamente latino, es «el que abre camino»; pero, además, el vocablo «precursor» es de acuñación medieval y designaba, como no es difícil suponer, al aperturista de caminos par excellence: Jesucristo, claro está. Hasta el siglo XVIII no empieza el término a adquirir la acepción que hoy nos resulta más familiar: esto es, la de aquel que encabeza una renovación, posteriormente generalizada, en cualquier campo que atañe al enriquecimiento del espíritu. Así que pensé en Antonio Gracia como Jesucristo y no pude evitar esbozar una sonrisa. Aunque sin desechar la imagen de un crucificado, que creo que no es completamente ajena a nuestro poeta. No como un crucificado ad litteram, por supuesto, sino como un crucificado un poco hereje, un poco rebelde, un poco insano, que le saliera contestón al Padre Dios (probablemente Gracia lo escribiría con minúsculas). Me acuerdo también, y casi sin quererlo, del altivo Crucificado nietzscheano…
      Así pues, Antonio Gracia: precursor -Jesucristo- heterodoxo (lo de marginal me sobra, por redundante). No está nada mal el oxímoron si pensamos que heterodoxo es todo aquello -o todo aquel- que se aparta de cualquier doctrina tenida por verdadera (María Moliner dixit y también, evidentemente, la propia etimología del vocablo). En todo caso, a mí, mejor que el de «heterodoxo», me apetece más el término de «hereje» por más completo y sugestivo y connotativo al máximo. Si se me permite parafrasear un poco más aún a doña María, el hereje es el heterodoxo, pero también el renegado, el sectario, el acéfalo, el iconoclasta, el irreverente, el iluminado, el blasfemo, el apóstata. Podría añadirse incluso (esto no lo dice la sabia Moliner) al transgresor, al maldito y al soberbio. Casi nada. O sea: de todo un poco.
       Imagino que no menos cabe esperarse del hombre que comete herejía contra su propio nombre, como culmen -y abominación al tiempo- de todos sus heréticos excesos anteriores. Antonio Gracia se sumerge en la piel del muy oscuro poeta -indoeuropeo, por ejemplo- Angrac Ianto para admitir en alta voz la flagrante excomunión que venía padeciendo su poesía desde muchos años atrás. Pero vayamos por partes.
          El periodo de crisis herética aguda cabe situarse, dentro de la producción poética de Antonio Gracia, esencialmente en tres poemarios: La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980) y Los ojos de la metáfora (1987). Tres poemarios sucesivos que, entre publicaciones varias en revistas dispersas y pliegos más o menos descabezados (también acéfalos -heréticos-, por tanto), acabaron por reunirse, junto a unos poemas que pasaban por allí (reunidos bajo el epígrafe «Iconografía del infierno»), en la antología Fragmentos de identidad (1993). A pesar de la distancia temporal existente entre los tres poemarios (distancia que, no obstante, Gracia sobreescribió con otras producciones, incluso en prosa, dentro de los ámbitos de la novela corta o el ensayo), resulta bastante explícita la conexión temática y formal entre ellos, aun con sus lógicas diferencias. Su propia inclusión en una misma antología es bastante elocuente al respecto, y lo mismo cabe decir de sus libros posteriores -desde Hacia la luz (1998) hasta Por una elevada senda (2004)-, en que puede rastrearse una afinidad no vulnerada hasta el instante.
      Es probable que la apostasía de Antonio Gracia comenzara con su sutil -o brutal, más bien- desentendimiento del mundo. Un desentendimiento que atañe lo mismo a su propia consideración como poeta que al destino que ha querido conceder a sus poemarios. Todavía no hace mucho (menos de dos años), Gracia contestaba contundentemente a una pregunta mía, en una entrevista realizada con motivo de la aparición de El himno en la elegía (2002)
        «Yo no me dedico a la poesía, no soy un ‘poeta’, ni un escritor». 
      A la negación subseguía, en orden invertido, la correspondiente tesis: 
          «Soy una pregunta tratando de responderse a sí misma». 

       Está bien claro. Y me doy cuenta entonces de que todo encaja, porque siempre he pensado (mucho antes de estas páginas que ahora escribo) que, si hubiera que dotar de un símbolo gráfico a la herejía (al modo en que Pierce entendía la simbología), el trazo ideal sería el de un signo de interrogación.
    La «carrera literaria» del no-poeta también merece unas palabras. Inscrito por cronología dentro de los límites del «grupo» de los 70, Gracia practica una estética que poco tiene que ver con la de los gritones chicos de Castellet, tampoco con la de sus inmediatos sucesores. Los vínculos remotos que quieran poder establecerse quedan restringidos a los casuales encuentros estilísticos puramente derivados del ejercicio de la palabra en cualquier tiempo y lugar. En la atinada introducción a la antología Fragmentos de identidad, firmada por Ángel Luis Prieto de Paula, apunta éste algunos rasgos de ciertos coetáneos de Gracia que pueden rastrearse en él: autodestrucción (al estilo de Panero o Aníbal Núñez), asociaciones surreales (Martínez Sarrión), geometría estructural (Siles), mitología generacional (como en el poema «Sharon Tate no pudo amarme») 1. Sin embargo, ninguno de estos rasgos parece esencialmente definitivo. La autodestrucción adquiere unos tintes absolutamente personales por escatológicos e irreverentes en la poesía de Antonio Gracia, la geometría estructural no parece enseña específica de un solo poeta, lo surreal en Gracia a mí se me antoja muy difuminado y, en cuanto a la mitología generacional (y cinematográfica, por añadidura, fiel a los dictados de Castellet), no parece que la presencia de un solo poema sea suficiente para resultar una influencia decisiva (¿no pesa acaso mucho más, por extensa y por intensa, la desmitología sensualmente ancestral de «The lady of Ilici»?). El hereje estético que es Antonio Gracia sigue, para bien o para mal, las reglas eleusinas de su propia secta literaria, que es el mundo.
          ¿Y los libros, entre tanto?