Visitas

Seguidores

martes, 18 de marzo de 2014

V.- Ana Belén Rodríguez de la Robla: HETERODOXIA Y AGONÍA EN EL POETA ANTONIO GRACIA (V)


V.- CONFERENCIA: UN DESTRÓZATE MÁS UNA HEREJÍA»
HETERODOXIA Y AGONÍA EN EL POETA ANTONIO GRACIA (V)

V. Poemáticas iconoclastas y metáforas con ojos.
Parece ser que, en 1953, alguien preguntó a Thomas Mann si creía en Dios. Él no dudó un instante en responder: «Cuando me examino, llego a un resultado sumamente trivial: creo en la bondad y en el pensamiento, en la verdad, en la libertad, en la audacia, la belleza, la justicia; en una palabra, en el gozo soberano del Arte, ese gran disolvente del odio y la necedad. Por lo demás, se puede, quizá, creer en el buen Dios o en la OTAN, pero a mí me es suficiente esa otra cosa» (4).
        La apelación al Arte como creencia o bien supremo en la vida del Hombre me recuerda algo. En la cláusula tercera de su Poética para una poesía sin poetas, Antonio Gracia describe el porqué de esta creencia: 
          Escribir es la prueba definitiva de que vivir no basta, de que la vida es un fracaso: de don Dios o mío. El arte nace como consecuencia del instinto del hombre de corregir un error de don Dios: el de no haber sabido darnos la inmortalidad. Para repararse, don Dios destruye el tiempo, inventa la otra vida: el cielo y el infierno. Para conseguirlo, el hombre inventa el Tiempo, crea la vida de la Fama: el Arte.
      Thomas Mann también tenía, como es sabido, sus diferencias, y bien serias, con Dios, pero no llegó a exponerlas tan crudamente. En esta cláusula de su Poética -o Poemática, o incluso Problemática- Gracia reincide en sus batallas y sus herejías y su hybris: Dios es un fracasado como dador de vida y el Hombre, Prometeo soberbio y puñetero, le roba a Dios otra vida muy distinta, una vida en cuya posibilidad el Omnipotente/Incompetente Padre ni siquiera había reparado: una vida regida por… el Arte. Con el Arte como enseña distintiva, el Hombre se permite un tratamiento burlón y desdeñoso de la persona de «don Dios», súbitamente disminuido. La carambola lingüística llega más lejos y no se detiene en este caricaturesco apelativo; en una sarcástica incursión en el ámbito de las matemáticas, llegan a reformularse las reglas convencionales: «Dios y Dios son cuatro» (la Trinidad por los suelos y el respeto en el talón). Dios acaba por desaparecer, por convertirse en un rastrojo innecesario, y más tarde en un puñado de palabras dolorosas para un poema iconoclasta:
       Un día introduje mi mano en mi cerebro y oprimí el cielo: hice de mi ansiedad un catasterismo llamado Dios: el tiempo lo transustanció en poema iconoclasta. Escribir no debe ser más que introducir el folio dentro del cerebro: cuanto más manchado de sangre mental salga, más poema, más hombre es ese folio. Lo demás es hacer literatura (5).
        Estos jugueteos léxicos se exacerban y terminan por reciclarse en un casi alucinógeno delirio creador en Los ojos de la metáfora. Frente a la concatenación regulada de las normas y los hechos, frente a los órdenes artificiales y numéricos convencionalmente admitidos, el autor genera el caos sintáctico, agrupa términos por sentido incompatibles, prescinde por completo de la puntuación, crea vocablos nuevos a partir de asociaciones pervertidas de vocablos ya existentes, se ceba en el sonido martilleante de los esdrújulos continuos (y me viene, por cierto, a la memoria, aquel poema de la herética Sor Juana escandalosamente esdrújulo, dedicado a la Condesa de Paredes: «Lámina sirva al cielo el retrato / Lísida, de tu angélica forma…»). La rígida mecánica divina se desploma ante la imprevisible insumisión del hombre transformado en demiurgo.

        No obstante, nada en Antonio Gracia es arbitrario. Y digo esto porque se ha afirmado de su poesía (y en particular de Los ojos de la metáfora) que estos rasgos caóticos, aparentemente deshilvanados y un tanto anómicos, sumergen al lector (que a mi juicio no es sino otro hombre potencialmente insumiso) en la oscuridad, en la ininteligibilidad. Nada más incierto. Nada más lejano que la poesía de Antonio Gracia de esas producciones en las que el desorden y el sinsentido más hueros son la fusta omfálica con que algunos ¿poetas? han ahuyentado -sospecho que irremediablemente- a unos cuantos lectores sinceros de poesía, más temerosos de estos charlatanes de salón que de la mismísima peste bubónica. Qué tiene esto que ver con, por ejemplo:
si alguien me hubiera dicho la ortodoxia
el húmero en el verso y la bisagra
la frase sin hipérbatos ni cónclaves
la metralla del vértigo en mi mente
locuciones innúmeras los élitros
la música coitando la escritura
si alguien me hubiera dicho que vivir
tengo miedo del monstruo de mi mente
la bisagra metralla la escritura
      A quien haya tenido ocasión de leer textos de inscripciones griegas o latinas en su soporte original, le habrá sorprendido -sólo en un principio, claro está- su disposición: en el soporte, da igual si de piedra común, arcilla o mármol, se suceden caracteres gráficos sin ningún género de interrupción o pausa o cambio de línea más que los estrictamente marcados por los límites del soporte. El resultado, a simple vista, es el de un amasijo de letras (unas veces mejor trazadas que otras) que parece no decir nada, o que, en todo caso, produce una gran pereza dedicarse a descifrar. Sin embargo, a quien se toma la molestia de hacerlo (la labor del epigrafista es tan dura como apasionante), el texto se le revela de repente con una claridad insospechada. Las letras empiezan, de forma natural, a agruparse por palabras con sentido, las expresiones cobran forma, la maraña de signos encriptados se convierte en un mensaje que llega hasta nosotros sin importar los siglos. Es ese método, heredado de los clásicos, el que a mí se me antoja que practica Antonio Gracia (6).