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martes, 8 de abril de 2014

Libros recibidos (XXXV): Antonio Moreno

Antonio Moreno
El viaje de la luz. Antología poética.
Renacimiento

La párvula palabra


Muchas maneras hay de preguntarse por la identidad de la existencia. Una de ellas es afrontar directamente los grandes temas humanos hasta revelar sus misterios: en este caso el autor va hacia la realidad abstracta o concreta y la asedia para encontrarle un rostro. Otra es dejar que la realidad síquica más inmediata nos invada y tratar luego de dar nombre a lo que nos hace sentir. En cualquier caso, lo que verdaderamente importa es tallar el poema como se talla un diamante. Antonio Moreno intenta pulirlo de esta segunda manera.
          Dos rasgos aparecen inmediatamente en la antología El viaje de la luz: la fascinación ante lo parvo y la frugalidad de la palabra. Como en todo autor dueño de un mundo y un estilo, sus rasgos esenciales permanecen a lo largo de su obra, que ha ido escalando, libro a libro, la intensidad de lo sentido y la delgadez de su expresión. Y lo que siente y nombra es aquello que puede calificarse con un título suyo: el "mundo menor", lo elemental y embrionario en la Naturaleza, la res nullius que, por lo mismo, es un bien mostrenco olvidado de todoscausa sintiente y verbal. Es como si opusiera, así, a la inhumanidad del ser humano la humanidad de la res simplicitas
          Abastado con el desasimiento del mundanal bullicio, brota de este modo una arcadia de lo inmediato cotidiano que las grandes palabras de la Literatura suelen dejar fuera, quizá por carecer de ilustre idiosincrasia literaria. Y es el alrededor párvulo, aparentemente inaprensible, lo que se convierte en centro y cima del poema: porque lo que fascina a esta pluma no es la filosofía teórica del existir, sino la contemplación meditativa de su breve fluir, que es lo que le engendra su grandeza, visible solo para quien sabe ver entre los árboles del bosque y se ha desprendido del corsé del verbo pretencioso o convencionalmente poético. 
          Saint-Exupéry escribió que lo esencial es invisible para los ojos y que por ello no se ve bien más que con el corazón. Así pues: lo minúsculo emisor de emociones sentido como mayúsculo y expresado con la intensidad de la llaneza ascética. La intrahistoria de los sentidos como historia de la identidad y existencia personal. Es decir: que lo que vale es lo vivido. Porque cada cosa despierta un big-bang íntimo, que es lo que la palabra trata de resucitar. Expreso queda en el poema "Metafísicas", en el que lo cotidiano se torna visionario al observar la inmanencia de lo aparentemente irrelevante: 
               un tiempo que es hermoso 
               porque ha sido vivido. 
               Tan sólo es arte el tiempo 
               entregado a sí mismo, 
               un fuego extraño, un humo 
               en combustión de vida 
               ardiendo en cada objeto


          Poesía de la experiencia, podría calificar alguien: pero experiencia de la sensación adánica de las cosas, no de la anécdota superflua; abstracción trascendente desde lo concreto; encuentro del meollo en lo que parece solo cáscara; introspección cognitiva, no egotismo funambulesco. Torremarfilismo, dirá algún lector; pero tampoco: porque escuchar el eco del propio corazón es escuchar el de todos los hombres; porque la poesía que permanece es aquella en la que el yo del lector se identifica con el yo del autor; porque, al fin y al cabo, nadie debería olvidar que el hombre es la medida de todas las cosas, incluso de sí mismo; y porque, por eso, todos somos herederos del Montaigne que proclama con naturalidad que es él la materia de su obra. Y es que aquí no se nos cuentan batallas externas o aventuras internas, sino que se nos sitúa ante una manera de ver y sentir la existencia. El poeta no se siente héroe de ninguna épica, sino individuo sujeto a las inclemencias y gozos del vivir cotidiano. He ahí suficientes causas para el yoísmo interiorista y eremita.
        "Excelencia de la vida solitaria", "Un poema", "Bárbara", "Mi ciego hermano"... son títulos en los que se muestra esta poética del intimismo: la transparencia de las cosas, el apartamiento frayluisiano, el amor redentor o salvador, la aceptación del dolor inherente a la existencia. 
          Vocación de luz y de himno tienen estos poemas. Sin embargo, hay en ellos también una asunción de la mortalidad y, por tanto, del incumplimiento de los sueños que predetermina el instinto de supervivencia; aceptación o resignación, por consiguiente, que no implica liberación del dolor. Por el contrario: una profunda melancolía ajena a la gesticulación vociferante es la que envía estos textos a la página, suavizada con la palabra leve y desnuda de imaginería retoricista. Pues lo que hondamente ocurre en el santuario del corazón es una espera que no llega a fructificar: igual que el asceta ante el umbral de la luz, el corazón expande su alborozo, pero no alcanza el éxtasis. Por eso, el deseo de encontrar la luz provoca una mirada luminosa de las cosas raigales, a pesar de que la retina haya sido forjada con las raíces de un existencialismo que apenas encuentra reposo en un dios innominable y en el amor de la amada. Porque cuanto más amamos la vida menos le encontramos la dimensión que un día le soñamos: y tal vez de ahí vienen el guiño a Bécquer (Y más que esta armazón de piel y huesos, p 159) o el desacuerdo con Lorca (el más bello camino que recorrí en mi vida, p 129). De todo lo cual se desprende un humus elegíaco.
          Al fondo late, involuntaria o conscientemente, el rechazo de un mundo y un progreso entendidos como el banal crecimiento del lujo circunstancial, que soslaya la riqueza íntima y la pérdida del gozo del instante, del contacto con la naturaleza, el minúsculo tacto de lo cósmico: la afirmación de la mirada de Thoreau y la negación de la utopía materialista que criticara Swiff. Aunque más preciso sería, tal vez, añadirle como causa la mirada a lo prístino de Francisco de Asís, el asombro ante el fulgor y la diáfana pequeñez de la existencia, sin cuyos abalorios el vivir no tendría sentido y cuya ascética verbal pone de manifiesto la carnalidad de la osamenta de los días.
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