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domingo, 29 de junio de 2014

Lejos de toda furia, 3 (Ante el progreso)

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Metrópolis


Frente al universo insidioso de la realidad (enfermedades, guerras, desolación del tiempo, muerte...) hay que tejer un mundo amable en el que el vitalismo halle su cauce y apacigüe la conciencia de la mortalidad. 

En el pasado, eran los dioses quienes podían a su antojo armonizar la vida o lanzarle fatalismos. Lentamente, fueron aboliéndose las mitologías y el hombre fue consciente de que solo él podía determinar su destino, sustituyendo la predeterminación por la voluntad. El pensamiento anhelante dio paso al pensamiento científico, y la física, la medicina y la tecnología propiciaron la esperanza de unos mundos mejores.

Mundos en los que los héroes eran proyecciones humanas y no imposiciones subconscientes del ancestral locus horribilis, supersticiones de la ignorancia mistificadora. Pero como, según la ortodoxia, el mundo está bien hecho y este es "el mejor de los mundos posibles", todo intento de mejorarlo es una impostura y una arrogancia que debe ser castigada, no se sabe muy bien por Quién

Si donde había un Dios había un luzbélico Satán, ahora frente al genio científico surge una monstruosa criatura que debe castigar la rebelión humana frente a la divinidad. Y así, la utopía científica engendra distopías apocalípticas, y lo mismo que propicia la curación de enfermedades provoca epidemias globales: longevidad y superpoblación, confortabilidad y superfluidad, panaceas contra leviatanes... (Mary Shelley, Asimov, Philip K. Dick...)

La isla feliz del jardín de Epicuro, Platón o Aristóteles continúa en Utopía, Robinson o el Emilio, siempre a la sombra del paraíso bíblico, o el Shangri-La budista. Y siempre bajo la amenaza del robot de Frankenstein, el hombre menguante, la criatura de Quatermans o tantas similares.

Por eso tal vez ninguna utopía tenga tanta credibilidad como la de aquellos que practican el acercamiento a lo probable: la huida del bullicio y la entrada en el recinto de la serenidad: el anacoretismo liberal del antiguo "conócete a ti mismo", de Montaigne, de tantos otros fugitivos de la seudocivilización y argonautas del corazón.