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viernes, 3 de abril de 2015

Dalí: La búsqueda del Dios


Dalí


La búsqueda del Dios

Yo no sé qué decirte. Nunca he creído en ti.
No es fácil aceptar un Creador Infalible
que otorga a sus criaturas la ténebre conciencia
de su mortalidad como un fiero castigo.
¿Quién crearía un mundo fieramente implacable
en el que toda vida conduce hacia la muerte?
Si esa es tu identidad, ¿qué esperabas de mí
sino cólera, y odio, y vergüenza de ser
hijo de los sadismos en ti confabulados?
Y si tu esencia es otra, ¿cómo amar un misterio
que engendra en quien intenta descifrarlo
dolor, duda muriente, laberinto inconcluso?
¿Quién me clavó la daga del sufrimiento estéril
entre el ser y no ser del liviano estilete
para que una respuesta finalmente encontrada
no exigiera una vez y otra vez más preguntas?
Ya que todo lo puedes, si eres quien dices ser,
siente y piensa tan solo como un hombre cualquiera:
y verás que no hay hombre al que no le repugne
tu omnipotencia ignota, tu ilógica materia.

Tal vez eres tan solo la invención de mis ansias
y, como hijo de un hombre, te he creado confuso,
invisible y eterno para que ni los ojos
ni la razón consigan darte límite y forma,
único modo de que lo imposible
se pueda concebir como probable
y llamar a ese sueño perfección.

Soy frágil: necesito creer en la existencia
de un ser que garantice que mi dolor, un día,
cesará para siempre y será compensado
con el hallazgo de una explicación
a tanto sinsentido inexpugnable
a los combates de la inteligencia.
Eso te pido, Artífice
del caos y del orden,
del sosiego y de los desasosiegos:
un solo instante de clarividencia
que me permita perdonar
tu enigma y tu estrategia contumaces.

Tú dices ser mi origen y destino, mi padre
y mi útero futuro: rememoro mi infancia
y me veo en la gruta huyendo de los fríos,
dibujando bisontes y exorcismos,
caminando senderos en busca de un gigante
que me ayude contras las hecatombes
de la naturaleza: tal vez así forjé
tu sustancia: con sueños y temores.
Y si es así, no existes y soy yo
quien te ha dado la fuerza que no tienes ni tengo:
soy mi propio enemigo y redentor,
mi víctima y verdugo, mi eternidad mortal.

¿Qué puedo hacer sino seguir creyendo
que existes en algún lugar remoto
                                                             inal-
canzable por mi mente, y que tú, desde allí,
posees el poder de darme paz?
¿O aceptaré que eres la cósmica existencia?

Ya ves: he terminado por rendirme
igual que un siervo a su señor feudad.
Y me pregunto: ¿qué,
qué haces con tanto ejército de hombres humillados,
tanto cadáver yerto perfumando
con su fétida nada tu trono soberbioso?

Si tú fueras un hombre y yo tu sueño
acaso no querría que despertases nunca
para no avergonzarme de mí mismo en ti.
Pero esto, Milord, solo
son las devastaciones de mis sueños.

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