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lunes, 31 de agosto de 2015

La conquista del saber, 8 (Identidad y apoteosis)

La conquista de la sabiduría, I (PERSECUCIONES)

Persecuciones, II (La conquista de la sabiduría, II)

La conquista del saber, 4 (La voluntad, II)

Bach: Adagio y fuga

                          VIII


Identidad 

Si todo nuestro mal proviene de
nuestra incapacidad para estar solos,
como quiere que sea La Bruyère,
no hay amigo que dé más compañía
que el buen libro, que habla con nosotros
o calla, si queremos el silencio.
Y en verdad que en el páramo social,
frente a la adversidad y el infortunio,
no hay mejor panacea que sentir
el placer infinito de leer.
Porque considerando que el mayor
enemigo del hombre es la congoja
de no hallarle sentido a la existencia,
un libro es más valioso cuanto más
nos alivia la angustia de vivir
o incluso nos alegra la conciencia
de que somos mortales e indefensos.
Y por eso, a pesar de las torturas,
persecuciones, muertes y ostracismos,
el hombre se sumerge entre legajos,
códices, pergaminos, manuscritos:
para que el universo se comprenda
con la razón y con el corazón
y la vida sea un mundo solidario
en el que resplandezca la alegría
por ser dueños de nuestras existencias.
Quevedo, pues, prefiere retirarse
del mundanal bullicio y sus mentiras
con pocos, pero doctos, libros juntos
para, como Descartes, conversar
con las plumas egregias del pasado
y  acumular, así, sabiduría
con la que alimentar cualquier futuro.
Lope, al fin, elige como amantes
dos libros, tres pinturas, cuatro flores.
Montaigne, Stendhal, Proust, o Dostoiewski
nos enseñan el yo individual;
y el yo social, Galdós, Dickens o Hugo.
Tal vez no ha retratado nadie el múltiple
rostro del hombre como William Shakespeare,
el gran comprendedor del alma humana;
todos sus personajes son personas
intemporales y de cada tiempo,
paradigmas de anhelos y fracasos.
Tiene rostro de libro el hombre, tiene
innumerables páginas el mundo.