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lunes, 16 de noviembre de 2015

El abrazo rusiente

Katchaturiam: Adagio de Spartacus
... Oh, y cuánto se alegró cuando vio llegar a la Mandolina de aterciopelados ojos! 

¿Mandolina? ¿Por qué no? ¡Ella era todos los nombres, todo el horizonte, todos los ensueños!

Y desde que llegaba todo era transparencia, era todo distinto, el mundo se metamorfoseaba en un edén y la felicidad era como un rocío que reía en el día.

Era el amor, acaso, que todo lo transforma, que todo lo apasiona y todo lo diluvia.

Se alargaba la noche, se prolongaba el día, el tiempo era un instante y el corazón la eternidad en la que la existencia transitaba.

¡Mandolina! ¡La Música! ¡El gorjeo del pájaro! ¡Las estrellas! La luna! ... "¡Alcánzame la luna!", chirriaba el corazón constantemente! 

Y así, entre la delicia y el espasmo transcurría el dulzor de la existencia.

Pero un día se fue. Es decir: no llegó; ya no llegó jamás. Todo lo arrasa el tiempo con su furia. 

¡Oh, y cuánto lloró la ausencia de la música feliz con cuerpo de mujer que, entre tantos nombres, llamaba él Mandolina!