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miércoles, 7 de diciembre de 2016

Respuestas desde la SEDE, 15: Fatalidades




















Wagner: El ocaso de los dioses
- ¿No hay demasiado fatalismo en tus escritos?

- Pues qué: ¿Quién no no nombrará en la Historia del Arte 99 obras trágicas por cada una feliz? Por cada obra dedicada a la alegría hay mil que nacen de la tristeza. ¿No demuestra eso que ser fatalista no es más que ser consecuente con la realidad?
     ¿Apreciamos a Don Quijote, Hamlet, Romeo y Julieta, Ciudadano Kane (O. Welles), El grito (Munch), la Tetralogía wagneriana, y tantas otras obras y personajes, por su triunfalismo o por sus derrotas? Representan lo que somos: anhelantes de felicidad y perdedores de nuestros sueños. Reconozcamos que el ser humano es un perdedor que se debate entre el himno y la elegía: así quería subrayarlo con uno de mis títulos.
     La historia es una sucesión de guerras separadas por treguas. El hombre es un ser agonista porque la naturaleza le concede solo un breve paréntesis de vida entre la nada anterior a su nacimiento y la que le abraza cuando muere... 
     ¿Qué pensar cuando los 8.000 millones de cerebros que habitamos el planeta nos empeñamos en construir otros 8.000 millones de criterios enfrentados en vez de solidarios? 
    ¿Qué decir de la propia existencia cuando ya se ha vivido más de la que queda por vivir? ¿Dedicarse a la nostalgia, consumir cada instante como si fuera el último? ¿Condenarnos por lo que no hemos hecho, redimirnos emprendiendo lo que ya no podremos hacer? 
     ¿Qué conseguimos quienes trasladamos la vida a la escritura -la pintura, la música...- porque la palabra se convierte inevitablemente en nuestra sangre, aliento, voz? 
     No satisfacen los triunfos literarios, sino la donación de nuestra biografía síquica y nuestro itinerario para que -si publicamos- nuestro legado, nuestra vida, haya servido para que los demás no tropiecen en la misma piedra y encuentren más fácilmente el camino. Por eso escribir, como vivir, es equivocarse para acertar; y mostrar los aciertos. Ese es el gran poema: pulir como un diamante la palabra y el acto para que brillen en el corazón y en el cerebro -propios y ajenos-. El único sosiego: saber que nuestra vida ha sido útil.