Visitas

Seguidores

sábado, 13 de mayo de 2017

Alrededor del amor, 6

Bizet: Habanera

 El infierno de los celos.-
¿Cuántos amantes se reconocen en las palabras de Otelo? Pues sépanse que lo que sienten y que llaman amor nada tiene del mismo. La mente del celoso (que es un insatisfecho de sí mismo) se mueve con la astucia, la protervidad y la implacabilidad de un silogismo de granito: solo que las premisas existen nada más que en su deseo (en su temor, que solo puede apaciguarse inventándose el monstruo que teme para matarlo y concluir así la pesadilla), en la imprescindibilidad de que la conclusión sea la creada por la autofagia y autocondenación a las que se ve impelido el celoso, resuelto todo ello en una misantropía exculpatoria y destructiva. Juan Pablo Castel, el personaje de Sábato, se inviste de Otelo cuando, persiguiendo el “cogito ergo sum” oteliano, concluye con la inexorabilidad antedicha:
   Pensé: estas palabras deben representar el hecho esencial, la verdad profunda de la que debo partir. Hice repetidos esfuerzos para colocarlas en el orden debido, hasta que logré formular la idea en esta forma terrible, pero indudable : María y la prostituta han tenido una expresión semejante; la prostituta simulaba placer: María, pues, simulaba placer; María es una prostituta. ¡Puta, puta, puta!, grité saltando de la bañera.
             Lo que Castel concluye es cierto para su mente. Lo que no se pregunta es si su objetividad es excesivamente subjetiva. De modo que María, como Desdémona, está condenada a muerte por la justicia de un silogismo temeroso del mismo amor que ha desentrañado su inestable personalidad. Castel daría la vida por saberse equivocado: pero no puede admitir emocionalmente más que lo que su corazón le dicta a su cerebro: y este ordena su propio suicidio mental. Se comporta como un detective que interroga inexorablemente, distorsiona sus averiguaciones y acaba convirtiéndose en asesino de la verdad que busca: se mata síquicamente al dar la muerte física a aquello que ama y que es la prueba de que también él es amado. Algo similar le ocurre a Pozdnyhev, el personaje de Tolstoi en la “Sonata a Kreutzer” -que acaso prefigura a Castel, sobre todo en sus últimos capítulos- y que explica el impulso y mecanismo de la ira celosa:
         Sentí la necesidad de destruir. Me invadió un deseo imperioso de actuar, y todas las demás consideraciones me abandonaron por completo. Me hallaba en ese estado en que un animal o un hombre, físicamente excitado ante un peligro, actúa con precisión y sin apresuramiento (...) le asesté una puñalada en el lado izquierdo, debajo de las costillas. Los que afirman obrar inconscientemente, en un arrebato de furor, mienten. Tenía una clara visión de todo y en ningún momento dejé de tenerla. Cuanto más aumentaba mi acceso de locura, tanto más resplandeciente era la luz de mi conciencia. (...) Era consciente de las consecuencias de mi acto, pero esa conciencia fue inmediatamente sustituida por el acto mismo.
            El celoso se odia porque cree que nadie lo ama y, por lo tanto, no puede amarse a sí mismo, puesto que el odio de los demás contradice la posibilidad de la autoestima. Así que se repugna y repugna a los demás: la muerte es para todos. La tortura ajena y propia es la compulsión hacia el autocastigo.
            Probablemente el desasosiego del amor que producen los celos es consecuencia de que el teorema “te quiero” y su hipótesis negativa “no te quiero” se traducen como la aceptación o el rechazo no solo de un sentimiento sino de la persona por quien se siente o no se siente, y se estremece toda la personalidad ante el temor de lo segundo, por lo que el “sí” se recibe, más que como “yo también te amo”, como el exorcismo del pánico a no ser nadie para alguien, una euforia terrible ante la evitación del peligro: la presunta nadificación.