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jueves, 4 de abril de 2013

Reconstrucción de un diario (INCUNABLES INTERNÉTICOS, (V)











Reconstrucción de un diario



¡Maldito aquel que miente cuando escribe!
(Diego Torres)




Manuscrito I
(La gesta del amor)



Fragmentos son de un lienzo
pintado por la pluma y no el pincel.
(Miguel Heredia)



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1.- (Ascensión al origen)


Monasterio o castillo entre las arboledas
perdidas en los montes donde anida el reptil
y el lobo se guarece del fantasma del frío
bajo la sangre hermosa de los amaneceres.

El jabalí y las aves de rapiña,
las lápidas enhiestas sobre el páramo oscuro
y el hombre solitario son las bestias que habitan
alrededor del muro y de la cúpula.

La enlutada avenida conduce a los hastiales
de mármoles difusos que maltratan los siglos.
Paramentos de piedra en bellas geometrías
hablan de talladuras y grandezas
todavía colgantes como lágrimas
que el trepidar del viento arrastra lentamente.

El postigo chirría como un grajo
y las salas se extienden entre vainas de araña,
laúdes y estruendosa juglaría,
rumor de antorchas y batir de espadas,
corazas tumefactas por el furor del tiempo,
la muerte acrisolada.

Aún quedan pergaminos en el aire
bajo la hiriente pátina del hedor y la sombra,
la mazmorra y el grito de la gleba.
Baladas y elegías que el viento desordena
al vagar por los túneles de hierro
desde el sitial alzado donde el libro
inició su aventura centenaria.

La voz escrita con silencio y ruido,
sangrienta tinta y desolado anhelo,
clama desde la roca levantada en el llano.
Y aunque parece senectud su herencia,
allí la vida sigue su curso interminable.


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2.- (El fulgor)


El manantial que ofrenda la pureza del agua
tiene esencia de madre, perfil de hierbabuena
y azules transparencias en el fanal del monte.

Con manos de cristal esmerila su cauce
hasta el regazo abierto del árbol y del ave
y hacia los densos ríos que beben su armonía.

Una piedra bruñida se desboca en cascada
lenta y secularmente bordeando la vida
con un rumor de aromas y sexos sosegados.

El sol bulle en las ondas de ordenada frescura
y despierta una música de color sinuoso
como un arpa de plata que manó de la tierra.

Un cervatillo blande su hocico en la mañana
buscando en el arroyo su imagen sorprendida,
y una hoja navega sobre el caudal rampante.

El otoño se cierne como un vendaval leve
que acaricia la senda igual que un horizonte
emergido del tiempo para saciar el ansia.

Se desvanece el salmo que el viento gris entona
y la luz suspendida de un atril levitante
derrama su hermosura sobre el mundo.

Pequeñas nubes sueñan con volar hasta el agua
quebradiza y serena como el alma aterida
del manantial celeste.
                                                 Y el hombre lo contempla.





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3.- (Divisa el firmamento)


De los cinco horizontes que ensanchan la existencia
sólo el que escala y hiende el firmamento
veda al hombre su senda y lo inunda de anhelos.

Esa clarividencia insatisfecha
arroja en las entrañas su translúcido sueño
y sume la esperanza en soledad.

Un cometa ritual fosforece en la noche
alumbrando los ojos del hallazgo
como un periplo insomne y repetido.

Se desconsuela el monje, se fatiga el viajero,
enmudece el juglar; y siempre el laberinto
se niega a descifrarles su secreto.




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4.- (Égloga)


El árbol tiene el talle de la mujer hermosa
que desnuda su cuerpo para entrar en el lago.
Ciñe el agua su carne como un amante triste
que renueva su risa al tocar la belleza.

Arrecifes pequeños como cisnes anfibios
emergen sus cabezas cuando el viento desciende
del monte y rige en ondas la superficie añil
donde en troncos y ramas navegan tibios pájaros.

La doncella esclarece la mañana al surgir
cubierta del rocío con que el lago la abraza,
y se tiende a la luz de un sol que bebe en ella
la misma imagen clara que espía el paje oculto.

La sombra de los cedros apunta hasta la roca
por la que fluye el agua que escapa al horizonte
llevando la hermosura de la mujer dorada
como un tesoro eterno que nadie ha de robarle.

No piensa en sus meandros el río: se interesa
por su curso. Pues no es el mar la muerte,
sino el lugar en donde se funde al infinito.



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5.- (Crepitación)


Tras las flores esconde sus senos, y su rostro
lo enmascara el cabello. El alba de una pierna
deja que se adivine su hermosura
detrás de las estatuas que impiden cautelosas
mostrar la plenitud de la cadera
y el fruto iridiscente.
En los ojos traviesos brilla un punto lascivo
que estremece su cuerpo hasta el pie alado
del que aún penden las gotas de la lluvia.
Inocencia y malicia se hilvanan en el juego
mientras, como un rocío, el pezón más osado
sacude en la inquietud del devaneo
la música del agua del manantial hermoso
y llama a aquel que mira
ansiando darle sed y saciedad.



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6.- (La erguida potestad)


La escalera y su frágil simetría
conducen a la altura necesaria.
Allí espera la luz y el sigilo se anuncia
con ascuas que la noche le roba a las estrellas.

El resplandor del verbo y el talismán del alma
acrisolan el fuego de los siglos.
En la sombra yacente se iluminan
plétoras y estallidos que desgranan el gozo.

Asedios a la luz son las palabras.



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7.- (La muerte poseída)


Con estridentes cálamos se aproxima la lluvia
al turbión de la tarde y la anega de aristas
que cercenan el bosque y su paisaje.

La tormenta se ciñe a la bóveda y cae
sobre los capiteles y arquitrabes
con un olor de cielo derretido.

Dentro de la muralla la oscuridad se asoma
a la serena estancia donde los anaqueles
ordenan los legajos suntuosos
y ennoblecidos por el tiempo.

Caligrafía extinta del solar del presente,
inmolación del alma que se mira a sí misma
y condensa en la pluma la existencia.

Una mano atesora con lentitud las hojas
y los ojos rutilan la escritura
sorbiéndole la luz de su saber.

No hay ruinas: son semillas
los ecos del pasado;
y la fragancia de quienes murieron
permanece en el aire igual que un cuerpo
que renace al amor cuanto más ama.



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I.- (Surtidor)


El libro tiene el rostro de quien lo lee, el tacto
de la mano que alzó su pluma, el alma
de cuantos han sentido la música del cosmos
en la noche solar, la añil fragancia
de la primera flor del primer día.

Tiene el libro el color de la verdad,
el sabor de la aurora para quien nada sabe
o quiere saber más, el sonido del bosque
donde los sueños viven su frágil biografía.

Tiene la forma clara del pájaro, y sus alas
despiertan un rumor en el silencio
del atril donde el ojo centellea
y el zumo del olivo imita a las luciérnagas.

Mira su leve peso, su densidad inerme,
la grávida esperanza de su conocimiento.
Mira la breve página que guarda
el esplendor de la sabiduría.
Mira
cómo te transfigura en ese otro
que has querido ser siempre.



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II.- (La búsqueda de Ítaca)


El levísimo pájaro que se pliega en las ramas
contiene el universo en su plumaje
y cuando lo contemplo resumo en él la vida.

El perfume del tiempo y el color del otoño
se unieron en el alba
para darle a la luz forma de vuelo
y al horizonte escorzo vertical y alzado.

En el nidal de la Naturaleza
se aglutinaron árboles y ríos, la montaña
y el constelado mar,
el sol encarcelado en un destello,
la belleza y la calma, el himno errante.

Como el pájaro, el hombre es la sustancia
de la existencia. Olvida su hermosura
y la persigue ciego por la jaula del mundo.



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8.- (Celada)

La rubia cabellera sobre el mástil del cuerpo
tensado como un arco, los senos agitados
con los pezones fieros como fulgentes flechas
y los ojos vigías de la propia pasión.

El clamor de la carne fluyendo desde el óvalo
de la cadera trémula hasta la pierna undosa
mientras el denso pétalo de la flor se desgrana
en torbellinos ebrios y espasmos ateridos.

El afán de la boca sedienta de saciarse
con el ámbar y el néctar del amor turbulento
y la blanda implosión sobre los labios.
El torso inmaculado manchado de blancura
que la succión expande como un bálsamo tibio.

El choque de los cuerpos, el grito del espíritu
y la noche sumiendo en lasitud los rostros.



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9.- (La soledad sitiada)


La sombra de una estrella ilumina la noche
mientras la pluma sorbe la tinta, el arrebato
de repetir palabras herrumbrosas
que justifiquen la existencia.

La jauría persiste en su alarido. Una ardilla
con sus errantes patas escribe sus memorias
sin orden sobre el suelo. No consigue encontrar
la grieta sobre el muro por donde se extravió.

La chimenea aroma con su resina ardiente
el gris salón, y el hábito plisado en el escaño
no impide ver la rubia cabellera
como un río de oro sobre el pecho.

Una mano acaricia la piel y pulsa llantos
cerca de la vihuela olvidada en la mesa
donde vinos y frutas van manchando el papel
con su caligrafía de embates sostenidos.

Cesa el gemido dulce; y el dolorido verso
ya no puede leerse, ni tampoco
la alegre biografía de la ardilla.



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10.- (La tinta derramada)


El gato montaraz y el águila solemne
acompasan su huida y su persecución
entre los riscos húmedos del hielo desatado
en la ladera donde el viento hostiga.

Enjambrada de aristas, convertida en ariete,
una bola de nieve desciende desde el cerro
y rompe el ventanal irrumpiendo en la sala,
asombrando a la dama y ajando el candelabro.

La oscuridad permite que entre la luna llena,
redonda como el beso que espera consumarse;
y se ilumina el códice que las manos miniaban
antes de la sorpresa y del desasimiento.

La suavidad del labio desborda el pecho henchido,
y el camisón rasgado, junto a la espada altiva
y sobre el escabel, revela el ledo ensalmo
del amoroso lance oculto en la biblioteca.

En el suelo una perla brilla como si un ojo
hubiese descubierto el secreto luciente,
y en la pared los cuadros avisan que las sombras
son confidentes mudos de caricias y besos.

Una campana tañe su música liviana
y el frío de la noche acerca más los cuerpos,
que miden con la espalda los sillares y sueñan
con grabarse en la piel la figura del otro.



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III.- (Madrigal con estrellas)


En el espejo donde te miras cada día
guardas las joyas de tus ojos, prendes
el oro en tu cabello más dorado, engarzas
en tus mejillas azucenas, brindas
la boca más frutal de los campos del feudo.
Ese joyero dice
que el amor es belleza y a ella tiende.
Y el trovador te espera con su hechizo
sobre las frondas del dosel del bosque.

El tiempo es un espejo que repite un presente
de un mundo irrepetible.
El amor transfigura la materia
como el dolor transforma su sustancia.

Apiádate de ti, muerde la vida.
Guarda tu corazón en el joyero,
no tu belleza ni su piel trizada
por la piel del amor y la pasión furiosa,
porque tendrás mañana solamente
espejos rotos, carne aleteante
que querrán destruirte la memoria.



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11.- (La cámara secreta)


Por los claustros desiertos y los pasillos fríos
el viento alza las teas y propaga su olor
hasta exhumar los cirios seculares
entre las galerías y los sótanos.

El gozne y el sillar mueven el pasadizo
y los altares lóbregos muestran sus telarañas
como tediosas manos que acarician el tiempo.

Las vidrieras destilan el sol como una luna,
y cae la penumbra sobre el óxido oculto.

Muchas noches de ungüentos y mísera ambrosía,
extenuados y enjutos, envueltos en un rapto,
en la capilla duermen los sexos fatigados.



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12.- (Semilla)


El azor persiguiendo a la paloma
condujo a los amantes bajo el sol
y el olor sexual de las espigas.

En el trigal se queda la forma de los cuerpos,
y alrededor los pájaros revuelan
en el aire sedoso de la tarde.

La gavillas del viento se inclinan sobre el trazo
de la oquedad tallada por los besos:
mas no pueden borrar el lecho socavado.

Se alejan de la tarde igual que va el otoño
prolongando su sombra, y el trigo fecundado
vigila la silueta como un fiel centinela.

Pues no es tumba ese hueco donde el amor urdió
su efigie clamorosa, sino la estatua exacta
del anhelo total inextinguible.



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IV (Retrato de doncella)


En la piedra está el germen de la carne rosada
que aman los hombres sobrios de la estirpe del fénix.
El escultor que talla la Muerte en la madera
sabe que el bronce envidia la elástica armonía
del árbol y la arcilla donde las formas plasman
su identidad secreta y su misterio exacto.

Tienes el talle de la rosa escrita
por buriles y trépanos en el aire escindido
de la tarde otoñal, cuando la nieve acecha
con su caricia fría y sus hojas de almendro.
Tu cuerpo de ciprés joven y claro
hace olvidar la muerte.
En ti brotan las ramas de la vida
igual que el mineral graba en la roca
saurios y rituales que dilatan el vértigo
hasta la inmensidad.

El pedernal que abruma con su fulgor la luz,
y enciende en su estallido el sol y lo disuelve,
alumbra tu figura con pétalos y savias
que forjan tu sustancia constelada.

Si no fingiera el mar tanta belleza
ni el cielo presumiera de hermosura,
la materia tendría en ti su ejemplo
de perfección inútil y admirable.

Y daría fe de ello mi escritura,
y del amor que asola el corazón
ante la plenitud.

Mas la palabra no contiene el mundo,
sino la ejecución de su esqueleto.
Nada existe que pueda transmitirse
entre los hombres más que su dolor,
la inefabilidad de su congoja.
Envuelto en esa diáfana impotencia,
abrazo sombras cuando evoco instantes.



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13.- (Después del olifante)

El cuarzo desprendido de la roca
pone en fuga al venado, y el lebrel
huye por la meseta. Los caballos
derriban sus jinetes. La novicia
del alto pecho y la amorosa ofrenda
yace en el suelo con la frente rota,
y cada instante engendra su destino
en la espiral del tiempo.
                                        El noble lanza
su furioso corcel tras la presa insolente
y ni las espesuras con su azote
ni el dolor lo detienen. Las flechas equivocan
su curso. La carrera fatiga bajo el sol
y sobre el barrizal. Pero la Muerte
no debe errar su golpe: lo exige la inmolada,
que ya no sonreirá entre estatuas y rosas.

El fugitivo invade un territorio
que lo acosa a sí mismo y lo confiesa
culpable de justicia vengadora.
Y en aquel laberinto donde aún rigen las leyes
el caballero clava su azagaya
cien veces en el ciervo vulnerado.

Una lluvia pausada cae sobre el pergamino
de la tierra, la caza y la doncella,
rubricando que todo está en su sitio
como lo exige la Naturaleza.
En el juicio de Dios nada hay que asombre
como su perfección inescrutable.

Tras el ocaso, antorchas funerarias
robarán su fulgor a las estrellas
porque Sigfrido encenderá la noche
para alumbrar su sangre hasta el castillo.

Y la memoria construirá sus dédalos.




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V.- (El guante sobre el rostro)


¡Oh Muerte presurosa que has venido a llevarte
cuanto yo más amaba de esta vida
con tu escritura terca que aún nadie comprende!

Dejas mi corazón como un desierto
cuando habían nacido la alegría y la calma
en la ciénaga inmensa de su vivir cansado.

Si es que te sientes sola, sal de tus calabozos
y escríbeme en el pecho la causa de tu horror
que sólo se atenúa sembrando soledad.

Llégate y desenvaina tu espada miserable
y déjame morir o que te mate
y te libere de tu hostil designio.




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14.- (A la sombra del túmulo)


La cripta acoge el cuerpo y engarza su belleza
en las sentinas de la oscuridad,
y zafiros y cierzos, violetas y crespones
quedan sellados bajo la elegía
del salmo plañidero que la tierra sepulta.

Una daga de plata y un dorado incunable
custodian a la hermosa
en su viaje al silencio, la armonía y el tajo
que la memoria talla sobre el noble.

No será más sublime la muerte abandonada
ni mayor soledad habitará el castillo
donde la juventud alegró la experiencia
y la sabiduría aprendió a sonreír.

No crecerá el amor debajo de la tierra,
ni los senos miniados en noches maculadas
cuando el fragor del alma atormentada era
un manuscrito ansiando ser leído hasta el alba.

Esta noche tan sólo se escucharán las notas
del corno entristecido ululando en los túneles.
Y nadie osará hablar por temor a la espada
sedienta de cabezas y cuerpos mutilados.

El caballero herido velará junto al ciervo,
la péñola y el códice, sumergido en la oscura
mirada a los recuerdos que, como miniaturas,
saltan tristes y alegres por estancias y lechos.

Y el azor peregrino ha de esperar en vano
al señor de la guerra vencido por un beso.




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VI.- (Madrigal con espinas)


He buscado en el mundo y en los libros
el sentimiento pleno, la religión más alta,
y los hallé en el fondo de tus ojos
y en el abismo breve de tu carne.

El brillo de la espada surgiendo de la herida
no iluminó el amor con luz tan clara
como el destello que alumbró mi cuerpo
al golpearlo el pedernal del tuyo.

Nunca el gozo elevó mi espíritu a los cielos
como el beso de nuestras almas.  
                                                        Ahora 
la muerte desatada que encadenó tu vida
me apresa en el dolor, y lo que fue apogeo
y plenitud es ruina en la memoria,
pues también el recuerdo es otra muerte
y sólo abrazo sombras si te abrazo.



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15.- (Postigos en la arena)


Bajo el yelmo humillado, la coraza blandida,
el caballero aguarda la espada vencedora
en su garganta firme que pronto será vaina
del acero mortal.

Los ojos enmohecidos por la sangre
y la niebla de la desolación
apenas si divisan el destello
de la muerte que llega aferrada a la espuela
de quien pretende devastar su honor.

No se abrirán sus labios para pedir clemencia,
sino para exigir castigo cruento,
pues no debe sufrir la Amada que el amante
no sepa defender su alta belleza.

Y, así, la Muerte se aproxima y hunde
su daga de dolor en el cuitado
dejándolo con vida y malherido:
que aquel que se tortura por saberse
digno de muerte, muere muchas veces.

Y yergue la cabeza el caballero y mira
el sangrante horizonte sintiendo que jamás
encontrará su corazón en él
porque yace enterrado por la soberbia inútil
de creerse valiente al ofrecer su vida
y preferir la muerte a la verdad.



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VII.- (Ordalías)


Ciénagas y marismas, esqueletos del tiempo
y jaurías de llantos persiguiendo en el aire
los centenarios árboles recuerdan
con su desdicha la creación primera.

Cabalgar entre fresnos o inmolarse al futuro
es regresar a la tiniebla súbita.
Las aguas estancadas y el diluvio purísimo
no escancian la belleza o la fealdad,
sino que manifiestan un destino
que congrega los sueños para sangrar sus ansias.

Ejércitos inermes en la noche
trizan el cielo, y sus escaramuzas
biselan muertes y resurrecciones.

Profetizo el pasado, abro en la bruma
el brocal de la luz para que aflore
la diáfana tiniebla en las entrañas.
No cambio el paraíso por la desolación
de ser único dueño de mi vida y mi muerte.
Si un dios me impuso la conciencia, yo,
hombre doliente, rectifico a Dios.
Tanto amar la armonía y sólo soy
hijo de la orfandad de la existencia.

Mira la antorcha errante cómo alumbra,
mientras el verbo expande su silencio,
el alma del dolor definitivo.




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Manuscrito II
(Indefensiones)


Yo soy el otro que me está esperando
y aquel que puso su semilla en mí.
(José Cantero)




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16.- (Azules en el alba)


Si observas la materia verás que la sustancia
es única y la misma. Lo esencial
perdura sobre el tiempo. Esta ciudad
fue otra ciudad ayer con otro nombre.
Cuando piensas dispones las premisas
en un orden o en otro. Sólo los sentimientos
permanecen intactos. Si tus ojos
me contemplan la luz se hace en mi mente
y me ilumino. Puedo combatirte
o dejarme abrazar por tu mirada.
Pero existes y existo. En el ayer
o el mañana. Y solamente hoy
puedo elegir qué fue y lo que será. El resto
es silencio en la Historia.



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17.- (Retazos)


La lentitud del tiempo, su brevedad cansada
imponen en el alma tanta bruma
que, al recordar, las cosas reencarnan
la frágil potestad  de su belleza
y no la exactitud de su materia.
Perfecciono el pasado
cuando ordeno el recuerdo.
La escritura constata la existencia,
pero no su verdad.
Sólo soy el recuerdo del que fui.



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18.- (Hombre)


Naufraga la razón y el sortilegio
de la lógica muere. La materia
no explica la sustancia. El arrebato
que nos acecha y que nos transfigura
no es de sangre ni arcilla. El corazón
siente el fulgor, acepta lo sublime
queriendo retenerlo; y sólo roza
esquirlas de belleza y plenitud.
Hay una grieta atávica por donde
la inmensidad azul emerge clara
y el cuarzo se convierte en un diamante
tallado en el cerebro. Esa alta cima
de los sentidos teje su albedrío
y fracasan ante él la inteligencia
y los asedios de la voluntad.



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19.- (Soneto sobre el ansia)


El instante en que vivo es de ayer y mañana
tanto como de hoy. Por mí no pasa el tiempo
o soy el tiempo. El pájaro posado en la espesura
vuela y descansa milenariamente
en un inmóvil vuelo que lo lleva
de árbol en árbol hasta el mismo árbol
que estoy mirando y no he visto jamás.
Con mi pluma han escrito Homero y Dante.
No brota el fuego: existe a pesar de sus cenizas;
y el río es manantial y mar remoto.
Yo soy aquel que ansía regresar
para quedarse enhiesto y solitario
entre la multitud de los que soy.
Jamás podré morir pues no he nacido.



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Manuscrito III
(Segunda gesta)


Recordar es vivir otra existencia.
Escribir, dar fe del otro.
(Ángela Sevilla)





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20.- (El godo milenario)


La osamenta derrite su color y su muerte
bajo el sol de la estepa, y otra vida
nace de aquella tumba que oscurece la tierra
con posos de palomas y alimañas.

El dolor guarda luto en el lugar más noble
del corazón que amó: las mismas flores
que tributa a su amor perfuman su tristeza
y engastan la alegría en su savia roja.

La rubia cabellera que encadenó las manos,
la voluntad y el tiempo, cede su magia azul
a las guedejas negras y la mirada verde
de quien hace soñar a quien temía
volver a amar.

El esplendor renace con sus cirios y músicas,
y los pájaros cantan, las estrellas sonríen,
los libros iluminan:
                                         y no es que se ame más
la existencia, sino que vuelve a amarse
igual que si la muerte no existiera.



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21.- (Junto a la barbacana)


Desde la torre enhiesta como una garza herida
por ruinas de batallas y estrépitos del tiempo
se divisa el azul del horizonte
ahora que el corazón está sombrío.

No recuerda otra aurora más luciente y desnuda
de la clara alegría que endulzaba su vida,
y como una derrota mira cuanto le espera
más allá de los muros o entre los anaqueles.

El bárbaro invasor que lo aprestó a la guerra
ni le importa ni agrede. Los juegos amorosos,
las máscaras y el baile en los que descansaba
su esforzado acordar de color y vitela
van quedando tras sí como armas enmohecidas.

Sólo se siente vivo cuando mira unos ojos
que lo miran y escrutan desde la letra hermosa
y los dibujos cálidos que fulgen en la página
con su vigor antiguo o su reciente trazo.

Junto a la mesa umbrosa y la almenara firme,
el arcoiris trémulo disuelto en los tinteros,
la péndola esgrimida con levedad, el tacto
de la noche y el ruido del calor luminoso,
quiere pasar los años que su vida le otorgue.

El amor sabe a rosas y a vino almibarado
y deja entre las sábanas el olor de los códices
recién miniados y ázimos de manos malingradas.

Abrazado al crepúsculo herrumbroso,
ese desasosiego de la lumbre
y el fragor de la estancia silenciosa
recuerdan el clamor del alma erguida
a la divinidad más absoluta.
Una música atávica reina en aquel recinto
y el cosmos obedece a su cadencia.
Desde aquí puede huirse a las estrellas.

Un poema de Horacio, un madrigal remoto,
un laúd estevado, tal vez un ciervo hendido
y la mirada verde de la mujer morena
serán su nueva tierra.



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22.- (La bruma disipada)


En vano el horizonte se oscurece
y asoma la tormenta por los picos del valle.
El corazón ha puesto la luz en su interior
y no hay sombra que logre oscurecerlo.

Podrá llover cien noches dentro del alma, alzarse
el cuervo en las entrañas, caer inútilmente
la piedra de la cima, desvanecerse el agua,
tener como enemigos a los dioses.

Cada mañana es nueva y se ilumina
cuando el ocaso quiere ensombrecerla,
porque todo crepúsculo es un fuego
con que se enciende el alba.

No hay descanso en el gozo cotidiano.
El rumor de los trigos hermosea
los campos del dolor,
la espada se depone por la pluma,
la tinta es más fecunda que la sangre,
y anaquelar el mundo es más hermoso
que conquistar los predios de la muerte.



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VIII.- (Reconstrucción)


Alguien prendió una rosa en el legajo
para que la palabra oliese a melodía
y el jardín fecundase la escritura.
Ya marchita, florece entre mis dedos
su ceniza; y la mano de aquel monje
vuelve a escribir en mí su pensamiento.



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IX.- (La oda en la elegía)

Si no fulgiera el sol se diría que el mundo
es un canto rodado que tropieza en la noche.
Unos ojos que miran, una boca que besa.

La luz que nunca expira nace en el corazón
e ilumina la vida, esa metamorfosis
que la pluma le impone a la conciencia.

El pasado instituye su leyenda
y conjura el  presente; la memoria
transfigura las cosas, y el que fuimos
es un cadáver que olvidó su muerte
y asume la existencia del que somos.

En el presente todo se transforma
y lo que fue nunca ocurrió.
Si miente la memoria, estamos muertos.
Si vivimos, el tiempo se detuvo
lejos de la verdad del que seremos.

Ebrio entre los recuerdos y la desolación
de sabernos testigos del que quisimos ser,
la identidad construye su epopeya
bajo la iridiscencia de la noche.

Mi piel toca el presente, pero mi corazón
se sienta en un palacio y allí vive.
Y no es huir, sino elegir arder
en el fuego que siempre nos consume.



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23.- (Las ruinas)


La piedra derruida aún recuerda su magia
y su esplendor. Los cipreses de hoy fueron
chorros de luz trepando por el aire,
sosteniendo palomas encendidas
en el alto sitial donde los cielos sueñan.

Músicas y armaduras compasaban su estruendo
cuando césares, nobles y doseles
cruzaban los umbrales, y la trompetería
tremolaba banderas. El fulgor de las lanzas
hendía el corazón de las doncellas. 
                                                               Llueve                                                                                                                                                         
nostalgia en esas torres. Suena
la algarabía de los triunfos.

Los fuegos y el amor, hasta el amanecer
durante siglos en aquel castillo,
dejaron paso al viento y sus aristas.
Las murallas cayeron
mordidas por el tiempo. Las espadas
desenvainan herrumbre.

Perdura en el recuerdo la belleza
de lo que ya murió.
                                          Mas la memoria
inventa su experiencia.
                                                   Y todo es muerte.                                                                                                                         



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24.- (Paisaje)


La luminosa encina, la encina solitaria
que ha visto el monte gris y el páramo sombrío,
cuenta sus años bajo el cielo azul.

El lobo y la corneja custodian su silencio
entre horizontes blancos y retamas
que acompañan su enhiesta soledad.

De la lluvia conoce sus albas profecías
y el viaje fugitivo de las nubes
como tristes vencejos devastados.

Los señores del árbol y la piedra
y los hombres de hierro, fuego y muerte
vieron endurecer su corazón
y acendrar su ascetismo.

Sueña con manantiales y gaviotas,
árboles sazonados, frutas dulces
y surcos como abrazos de la tierra.

Centenaria y doliente, ensimismada
en la meditación de su destino,
espera rosas frescas cada día
cuando amanece:
                                     y solamente encuentra
los pétalos del tiempo en el ocaso.



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25.- (Epitafio con lirios)


Inclinado ante el libro resucita el pasado
sintiendo los delirios de quienes lo escribieron.

Las ramas del alerce rozan los ventanales
prolongando su aroma en la estancia serena.
El crepitar del fuego devasta la memoria
cuando la mano inicia su recuento en la página.

Las brasas aún le ofrendan su arcaduz de belleza
y entre los cortinajes de tules ruginosos
perviven los fantasmas anhelantes.
La palabra trasiega su incensario en la noche.

La péñola en la mano sueña escribir su gesta
para esculpir su nombre sobre el tiempo.
Mas la Muerte le dicta con sigilosos versos
que también la palabra es un cadáver.



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26.- (Locus amœnus)


Sobre el lecho transido espera la otra muerte
rodeado de Byrd, Durero y Garcilaso.
El respirar ya ocioso no le impide vagar
de la música al lienzo y a la página.

En el pretil de sombras que cercan su agonía
está el Joven azul, Muchachas en el puente,
un verso de Petrarca, una nota de Scriabin
y la Madonna Elisa que todo lo comprende
porque venció el dolor con su sonrisa.

Tanta belleza extingue tanta melancolía
y disipa la angustia del mundo que se acerca.
Si detener pudiera la vida en ese instante
elegiría ser el acorde infinito,
un cuadro inacabable, un verso inextinguible.

Todo a su alrededor se ennoblece en la noche
y una bruma feliz envuelve sus tinieblas
mientras el otro sol amanece y le otorga
una diafanidad interminable.