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lunes, 6 de febrero de 2017

Si yo supiera decir


Por una elevada senda

1.- Hace años. Una noche salí a perderme en medio de la noche. Sentado, contemplaba la muchedumbre buscando su individualidad perdida en este mundo en el que han desaparecido las identidades. Me sentía solo bajo las estrellas, como tantas otras veces. Y quise gritar, decirme algo. Lentamente, fueron apareciéndome, verso a verso, los que luego conformarían este poema:

Si yo supiera decir
cuanto, sin palabras, dice
mi corazón a las cosas,
al mar y al viento, a la lumbre
de los íntimos sentidos
que me escuchan y responden
como la piedra a la piedra
y el agua al agua, o la luz
al puro ensimismamiento,
mis labios pronunciarían
los secretos y vislumbres
que el alma guarda en la sombra
desde el principio del tiempo
y que tan solo conocen
la flor, el pájaro, el alba,
esos instantes ocultos
como dones misteriosos
en los que se transfigura
el anhelo en realidad,
la claridad en pureza.
Entonces, la clara bruma
del presagio estallaría
como una revelación
en la estancia donde habita
mi ser esperando ser
inmensidad, transparencia.
Y con los ojos cerrados
abiertos hacia la luz,
contemplaría los fuegos
y los glaciares que agitan
el espíritu y lo elevan
allí donde la pluma se detiene.
                                                               (Del libro El Mausoleo y los pájaros)


2.- Como suele ocurrirme, los versos surgían igual que telegramas mentales, y cada cinco o seis me los repetía para no olvidarlos, junto a los anteriores. Luego suelo esperar dos o tres semanas, y si la memoria sigue repitiéndomelos deduzco que quiero decirme algo que me importa demasiado. Entonces, los escribo. 
     ¿Qué me decía a mí mismo en ese texto? Que hay un territorio en nuestra mismidad, pleno de misterios y revelaciones, al que apenas tenemos acceso y que es intraducible al pensamiento. Que lo esencial es invisible para la pluma; que la palabra no está capacitada para expresar todo lo que sentimos; que la plenitud y la clarividencia están "allí donde la pluma se detiene" porque se sabe impotente para reflejar el pozo visionario al que se asoma.
     ¿Es la palabra una herramienta inadecuada para nombrar cuanto somos? ¿Es incapacidad de quien escribe? ¿O verdaderamente existe la inefabilidad y el nombre de ciertas cosas es el silencio verbal? Recordemos el "rebelde, mezquino idioma" del que se quejaba Bécquer porque no consigue sino ser eco del "un no sé qué que queda balbuciendo", que constata Juan de Yepes.
     Me pareció curioso que el último verso, por ser endecasílabo, cerrase, como un aldabonazo inesperado, la serie de octosílabos que le precede, combinación esta inusual, y aun arrítmica. Seguramente porque quería resaltar formalmente el contenido: la imposible o chirriante relación entre emoción y razón, anhelo y logro. 
     Todos sentimos una estancia oscura en nuestra identidad oculta que se asoma a las barandas de nuestra conciencia por una grieta y nos permite entreverla. Es la irracionalidad queriendo formar parte de nuestro yo racional. Y solo a veces la palabra consigue ser testigo de esa fuga emocional del paraíso o el infierno que habita en nuestro ser. Para ello hay que mirar hacia arriba, hacia el tabor de nuestra inmensidad indescifrable. Tal vez por eso titulé el poema, "Por una elevada senda", tangente con la mística.
     Y porque sé que la música es la única palabra que expresa lo inefable.