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domingo, 21 de abril de 2013

Roberto Gómez Pérez

Dowland / Scholls: Entre las sombras

La muerte es el primer aldabonazo que llama la atención sobre una vida. El tiempo, ese tránsfuga de la existencia, nos ayuda a conocernos y a que nos conozcan tanto como a desconocernos y a que nos desconozcan. Y en ese conocimiento y reconocimiento, unos crecen ante los demás a través de los años, y otros se hacen merecedores del olvido. 

Muchos somos los que pasamos por la vida sin dejar nada a cambio de lo que ella nos da. No vemos bien hasta que ya es muy tarde. Otros, en cambio, muestran su cara sonriente y reparten entre sus conocidos lo mejor que encuentran de sí mismos. El dolor es el sentimiento que más une a los hombres, y el que los hace amarse a pesar de sus eventuales diferencias. 

Hace dos o tres décadas, unos pocos amantes de las artes solíamos refugiar nuestros espíritus bohemios en El Barrio de Alicante, entonces plateado por la luna. Muchas veces la madrugada descendió las persianas de “La Naya” -aquella regentada por la siempre recordada Reme Perea-, dejándonos a nosotros dentro. En aquel interior lleno de ansias y humo, reducto de existencialistas buscadores del oro de las letras, dije yo algunas palabras sobre uno de los primeros libros de Roberto Gómez, a modo de informal presentación iconoclasta ante algunos dipsómanos rebeldes. Años después tuve la oportunidad de editar dos de sus libros de poemas: Antifonario y Los papeles del aire, si bien, aunque cargada de lirismo, su pluma prefería la prosa narrativa, que conformó títulos como La línea de luz. Todavía tuvo tiempo de ver los primeros ejemplares de su poemario El pabellón del alquimista

Alguien dirá que en alguna ocasión nos vio enfrentados levemente, sin astillas ni hachas en las manos; y es cierto: porque la amistad es la única virtud que permite estar en desacuerdo sin originar desencuentros. Pues si durante los últimos tiempos nos vimos pocas veces se debió más a mi condición de fugitivo del mundo que a su alegría de vivir a pesar de las adversidades. 

No voy a destacar la bondad de su obra, ni su particularidad en medio de los autores alicantinos, ni si debiera ser más o menos conocido del gran público. Eso lo dejo para quienes entienden la escritura como una carrera hacia el éxito. Sí destaco la dedicación y pasión de Roberto Gómez ante el hecho expresivo, la necesidad de liberar su espíritu con autobiografías emocionales, que son las únicas auténticas y las que dan valor sin precio a una escritura. En eso fue un guerrero, como lo fue contra la muerte, frente a la que nunca rindió su animoso talante a pesar de que, finalmente, aquella lo venciese en fiera y desigual batalla. 

Siempre individualista y firme en sus convicciones, llegó al cementerio acompañado de unos pocos amigos; allí se quedó, solo consigo mismo, con su muerte de 42 años sola y propia, debajo de la tierra y del sol que tanto amó, a las doce -no sé si en punto- de la mañana. Ahora nos quedan sus libros, como hojas de su prematuro otoño.