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miércoles, 14 de agosto de 2013

Como una yegua pútrida (El abrazo irredento).

Botero

Nadie hay tan pobre que no pueda dar amor.

Allí estaba, en la cama otra vez, con La Gorda, embistiéndola como un émbolo incansable. Lo único que le atraía de aquel ser de otro tiempo eran los gritos, chillidos, gemidos estertóreos que le arrancaba como a un cuerpo feliz en su tortura, aquella carne rosa agitándose trémula, sísmica, convertida en  continuo placer y en jadeo interminable ante sus largos coitos, las manipulaciones de sus manos estragando, hurgando, desjarretando las entrañas, y ella allí, como un cerdo chillando en la matanza de su líbido una hora, otra hora, resoplando, gruñendo, sacando el ay más íntimo, la voz de los placeres desde lo más profundo y primitivo que hay en el ser humano, como si un platirrino inmenso tendido en medio de la Prehistoria se inmolase lujurioso y sangrante y su vagido atávivo sonase intemporal hasta llegar hasta la habitación donde La Gorda sonaba como una enorme cítara, como un estruendo eterno, pulsada por sus dedos, su glande derretido, su cuerpo entero haciendo vibrar animalmente aquella carne loca extasiada en la cima de la sensualidad. Era como un mugido inabarcable en el que se adensaban sacrificios humanos, holocaustos mamíferos, palomas degolladas, torturas y arrecifes.

¿Cómo podía haber amado durante más de veinte años aquel cuerpo, incorrupto en su memoria? Sus ojos habían sido para él luceros y otras bellas metáforas que los poetas usan. En esto convierte el tiempo su esencia, que es pasar, alterar, cambiar, matar, atropellar, deshojar, marchitar, languidecer, entumecer, deformar, destruir, inevitabilizar, desenterrar la mugre que hay bajo belleza y juventud como una pátina engañosa. 



Siempre el amor inventa su infinito. Aquella torre de hermosura esbelta coronada de ojos como estrellas, topacios y miradas desde los firmamentos descendidos se trocaba en aquello: un pedazo de carne lujuriosa. 

Allí, La Gorda: como un cerdo que fue un amor sublime, en su chillido interminable. Y él era el oficiante con el cuchillo de su sexo y la herramienta de sus manos, igual a un dios creando una felicidad desde una cierva nacida de su mente y que la realidad siempre destruye. Siempre el amor inventa su criatura. 

De repente pensó que, igual que aquella carne, la suya podría sacudirse, estremecerse, retorcerse empujada por el dolor, clavarse incontroladamente en semejante epilepsia: pero no de placer, sino cuando la enfermedad cavase túneles en sus huesos, sus venas, sus órganos, todo lo subterráneo que hay en un hombre sujeto a la existencia. ¿Cómo huir de esta vida?


En su mente sonó el aquelarre musorsquiano y vio la Muerte coitando con una yegua pútrida.


(Recurra el lector a su propia experiencia y escoja el más desdichado de sus recuerdos. Siéntalo, renuévelo. Comprenderá así mi amargura. Y me ahorrará un puñado de palabras que, seguramente, no conseguirían tan eficazmente su propósito).