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martes, 22 de diciembre de 2015

Beethoven cumple 245 años



Coro de 10.000 voces

 (La Novena)

         Grandes directores de orquesta ha habido y hay en la actualidad. Tal vez deba considerarse a Mendelsohn, primer reivindicador de Bach, el primero de ellos. Otros muchos compositores esgrimieron la batuta, no siempre con fortuna, porque el ardor de la composición no es el mismo que el de la interpretación. 
     SchumannLizstWagnerMalher, StrawinskiBoulez, por ejemplo. Uno de estos directores actuales es Eliot Gardiner, quien, al frente de la Orquesta Revolucionaria y Romántica, propone interpretaciones heterodoxas y ha hecho una revisión de buena parte de Beethoven. Pero los experimentalismos, que sirven, ante todo, para ahuyentar el academicismo y recordarle a la tradición su verdadero sentido, no siempre tienen más fruto que el ya dicho.
        Acabo de escuchar “La Novena” ejecutada -en el doble significado de la palabra- por Gardiner y su Orquesta. Parece que la empresa discográfica hubiese impuesto un minutaje para la grabación; y el director ha escogido un “tempo” tan rápido como el de los aurigas de “Ben-Hur”. O tal vez ha querido darle a la Sinfonía el aspecto agresivo del rostro de Beethoven. Lo cierto es que ha deteriorado en buena medida la soberbia fragilidad con que la partitura se acerca a los prados del cielo, porque los éxtasis son fugaces, no veloces. A veces estremece (pero, ¿cuándo no estremece el mejor Beethoven?), como cuando las cuerdas arremeten contra el barítono (demasiado “belcantista”) en su primera intervención (el popular “Himno a la alegría”), produciendo una sensación casi de impulso yazzístico. 
Furtwaengler
          Me recuerda este “experimento” de metrónomo histérico, por contra, la lección que el gran Furwaengler dio hace 60 años proponiendo una lectura casi en continuo “rubato”, más lenta de lo acostumbrado, desgranando cada nota sin que la diafanidad individual de cada instrumento mermase la trabazón del conjunto orquestal. El público aplaudió entonces durante media hora y es hoy una grabación histórica ejemplar. En esencia, Furwangler prefirió el “piu moderato” al “molto agitato” de Gardiner. (Compruebo si la ostentosa cabalgada sonora es capricho o método de este director y constato en la “Séptima”, conocida como la “apoteosis de la danza” por su ritmo, que no hay caballos, sino bisontes en estampida; en cambio, el adagio “fúnebre” de la “Heroica” lo convierte en una fanfarria patética). Las versiones de Toscanini, Klemperer, Masur o Bhöem, por ejemplo, buscan el  equilibrio entre esos extremos. No me gustan otras -como la de Karajan- demasiado “correctas”, lastradas por las trampas de los estudios de grabación. En cualquier caso, no hay quien desmonte la poderosa arquitectura de esta sinfonía, que junto a la “Tetralogía” wagneriana o tantas obras de Bach, elevan la música a su más alto esplendor.
Klemperer
          En el arte de la dirección y la interpretación musicales es donde podemos encontrar encarnada verdaderamente la realidad del “lector cómplice”, del receptor que acaba definiendo la creación propuesta por el autor –y respetándola. No es fácil saber cómo se interpretaban exactamente las obras antes de la aparición de los primeros registros. Hay directores, como Harnoncour o Marriner, que intentan acercarse a aquel sonido y manera utilizando instrumentos originales de la época. Pero, sin proponérselo, tal vez el mismo Beethoven -siempre el autor sabe más de sí mismo, incluso si se equivoca, que cualquier otro lector- aconsejó cómo quería que se oyese su inmensa partitura: el día de su estreno (7-V-1824), la orquesta acabó mientras él, sordo solamente de orejas para afuera, seguía agitando sus brazos, marcaba el compás, continuaba dirigiendo; hubo de ser el otro director -colocado detrás de él y al que, en verdad, seguían los instrumentistas- y la contralto quienes le indicaran que atendiese al público, que ya llevaba varios minutos aplaudiendo (*). 
Liszt: Transcripción al piano 
No estaban permitidos en aquel tiempo más de cuatro vítores, que eran los que se ofrecían a la familia real en sus apariciones. No obstante, ante la consternación de los funcionarios y la policía, fueron cinco salvas de aplausos las que no pudo oír aquel gigante. Sin duda, en la mente de su creador, “La Novena” continuaba sonando y haciendo tañer lentamente el armonioso rumor de las estrellas.


              De particular interés me parece resaltar que Beethoven le dio la vuelta al significado del poema de Schiller (acabo de caer en la cuenta, hojeándolo), con lo que la alegría, lejos de ser un regalo de los dioses, se convierte en una conquista de los hombres a través de la solidaridad. Y eso, en un hombre religioso como era nuestro gran escrutador de las armonías del universo, es todo un ejemplo de independencia y modernidad. De su grandeza y popularidad, a pesar de su carácter bronco, dan idea las más de veinte mil personas que asistieron a sus funerales y las palabras del poeta Grillparzer ese día: Cuantos vengan detrás de él tendrán que empezar de nuevo, porque ha llevado la música a los mismos límites del arte.
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(*) La inclusión de voces no había despertado más que malos augurios. Pero su éxito hizo que otros muchos continuaran esa fusión sinfónica de voz y orquesta -principalmente, Malher-, y que incluso Schoenberg agregase la voz a su segundo cuarteto.